El arco

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Ella

Ella, llevaba tres semanas sin tocar el arco. Tenía las nalgas hinchadas después de la última vez. De igual forma, había sido un tiro hermoso. La flecha dibujó un alto trazo antes de caer con fuerza y dar en el blanco. El perro había lanzado graznido, había muerto.

El arco estaba otra vez sobre la mesa. Era negro lustroso, hermoso en toda norma. Su respiración se aceleró y sin querer humedeció sus labios. Sus manos temblorosas querían volver a tocarlo, volver a sentir sus diez mil flechas lanzadas, su experiencia, su deliciosa fuerza contenida.

Estaba segura que le estaba gritando. Todos los arcos de su abuelo hablaban. Este era diferente, la llamaba a gritos, le suplicaba que lo tensara hasta el punto máximo, donde no puedes estirar más sin romper sus fibras. Aquel no se partiría. Con este, había matado a cientos de animales, a docenas de hombres. Era un arma de verdad.

Lo tomó entre sus manos. Lo hizo con reverencia, levantó la vista en busca de flechas, pero dentro de la cabaña no había más que dos camas y una mesa, envuelto todo entre paredes de piedra. No vió en ningún lugar el cayac con las flechas. La puerta estaba entre abierta, se asomaba desde afuera un hilo de luz que prometía un día alegre. Para ella ya lo era. Sería el día perfecto mientras sintiera aquella arma negra entre sus dedos.

Abrió la puerta con lentitud. Afuera, su abuelo cavaba bajo un techo vegetal que iluminaba el ambiente como una red de rayos brillantes, el bosque se veía hermoso esa mañana. Sin embargo, su abuelo, paleaba adentrandose un poco más en ese hueco que no debería ser tan grande. Había tardado mucho en enterrar a esa cosa, que ya no parecía un perro, ahora era una cosa: peluda, negra y babosa, podrida y corrupta. El viejo estaba bañado en sudor y su franela blanca, ahora transparente, se le pegaba al cuerpo huesudo, mientras sacaba montones de barro dando forma a la nueva tumba.

Casi sin querer vio las flechas. Estaban colgadas en un árbol detrás del abuelo. Aunque el viejo era sordo y no importaba cuanto ruido hiciera. Ella no pudo evitar caminar con sigilo. Tomó solo una flecha, estaba fría como el hielo. Sin siquiera esperar comenzó a sudar. Siempre le pasaba lo mismo cuando se reunían, el arco en la derecha y la flecha en la izquierda. Flecha, arco y arquero, se reconocían siempre.

Se alejó a zancadas con el corazón palpitando y mordiéndose los labios, con una gota de sudor  bajando por su espalda haciéndole cosquillas. Silenciosa como un ciervo, se alejó lo más que pudo. Ya la pala contra el suelo no se escuchaba y el lomo blanco del viejo era casi indistinguible; solo el reflejo de la pala se veía cuando la levantaba de lado.

Aun le dolían las nalgas. El día que mató al perro, su abuelo le había golpeado. Él sentado en la mecedora y ella, sobre sus rodillas, con las nalgas blancas al aire y la cara enrojecida, había vivido cada palmada con un apretón de dientes, mientras que el viejo volvía a levantar el brazo, para estrellarlo otra vez contra sus nalgas y piernas.

Una, otra, y luego otra, hasta que los dedos le temblaban y las piernas no respondían, hasta que las lágrimas dejaron de tener sabor y por ultimo pararon de salir. No era que el viejo hubiera perdido ímpetu, la golpeó con la misma fuerza desde la primera a la última. Entendió por qué el arco lo prefería, y eso la prendió como hoguera. La excitó como su primera vez. Era el control, destreza que probaba que  aquella no era cualquier mano, era la mano del amo.

Con el arco y flecha todo se magnificaba, podía sentir el viento arrastrar el aroma a pino, a tierra, a madera vieja y mohosa. Olía delicioso. Encajo la flecha en el hilo y se excitó otra vez. El arco se había callado y el viento que a veces lograba traspasar el techo de hojas, como si estuviera vivo le revolvió los cabellos largos.  Ella sonrió. Tenía el viento de frente, aspiro todos los aromas. El arco inició su canto, uno  alto y sonoro, como estruendo de cascada. El peso y la calidez de la empuñadura le dejaron anonadada, era magnifico sentir la flecha queriendo flotar, queriendo volar, queriendo matar.

Estiró el hilo y comprobó que la fuerza de aquel arco era gigante, así que lo levantó más y siguió halando, hasta que sus manos ya no pudieron. No había más felicidad que medir el viento y la tensión de la cuerda, detallar la curvatura de la madera  y la alineación con el blanco. Un blanco que paleaba, si, paleaba distraído mientras silbaba una tonada triste.

Soltó hilo y en el momento último el arco tembló. Ella siguió la flecha, la vio levantarse por sobre los árboles, perdiéndose de vista para bajar de golpe,  como una línea de viento que rompe el silencio con un silbido y acaba cayendo con fuerza, sin lastima.

El abuelo

Escuchó a lo lejos el silbido de una flecha y simplemente espero. Fue un golpe pastoso. Sonó como cuando se aplasta un masa contra el suelo. Ahora veía la flecha clavada en el cerebro de lo que había sido su perro. Sonrió, “El arco sí que odiaba al perro.  Tiene que ser un odio grande, para querer matarlo dos veces”.

Ella salió corriendo, corría lento, tenía las nalgas rojas y llena de cardenales, “le daré una paliza más tarde. Qué esas vainas me vienen gustando”. pensó el Abuelo.

Le gustaba sentir como se calentaba la piel con los golpes, escucharla gemir como si la estuvieran violando. Era un placer que se había reservado desde siempre. Ahora la pequeña despertaba aquel oscuro deseo.

Se acercó caminando lento. Ella lo había  dejado en el suelo, el arco la había soltado al final, debió darse cuenta de que no era ella quien apuntaba, era la bestia que vivía dentro en madera, que desde dentro señalaba el blanco.

El viejo caminó limpiándose el sudor y se detuvo a un paso del arma. Lo encontró como siempre, cálido y en silencio. Con un solo rose le sintió reír, sonreía mientras se dejaba ver. Allí, donde casi nunca la mano lo acariciaba, había una marca. Una ligera rasgadura de dientes que le habían marcado para siempre.

Imagen de: dzydar

Entre encantadores y Magos: Parte II

La Capa.

Trebor miró por la ventana y se lanzó la capa sobre los hombros. Los primeros invitados de la fiesta estaban llegando a la casa, y Edrid les sonreía mientras avanzaban. Eran todos Encantadores, sólo se veía uno que otro mago que disfrutaba de las amenas conversaciones que se presentaban en la casa de Edrid, la Encantadora más famosa de todo el reino.

Él llevaba la capa, era negra y pesada. A decir verdad, con el frio que hacía, no había mejor protector.

Afuera, se podía sentir el aroma de las gardenias blancas que adornaban el exterior de la mansión. Trebor, había escogido uno de los largos ventanales que daba al recibo para espiar a los invitados. Dentro, todo estaba adornado de dorado y blanco, las mesas de caoba y acero pulido estaban ornamentadas con las mismas flores de afuera, los pisos eran de mármol rosa, encantado mágicamente, para brillar tenue por donde se pisara. Venían llegando los invitados.

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Entre encantadores y magos: Parte I