Entre encantadores y Magos: Parte II

La Capa.

Trebor miró por la ventana y se lanzó la capa sobre los hombros. Los primeros invitados de la fiesta estaban llegando a la casa, y Edrid les sonreía mientras avanzaban. Eran todos Encantadores, sólo se veía uno que otro mago que disfrutaba de las amenas conversaciones que se presentaban en la casa de Edrid, la Encantadora más famosa de todo el reino.

Él llevaba la capa, era negra y pesada. A decir verdad, con el frio que hacía, no había mejor protector.

Afuera, se podía sentir el aroma de las gardenias blancas que adornaban el exterior de la mansión. Trebor, había escogido uno de los largos ventanales que daba al recibo para espiar a los invitados. Dentro, todo estaba adornado de dorado y blanco, las mesas de caoba y acero pulido estaban ornamentadas con las mismas flores de afuera, los pisos eran de mármol rosa, encantado mágicamente, para brillar tenue por donde se pisara. Venían llegando los invitados.

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Las fiestas de Edrid eran famosas por su elegancia y simplicidad. Eran reuniones en donde podías encontrar a alguien magistralmente vestido y a otros con sus chaquetas de diario, estaban todos acostumbrados a que fuera así, porque en casa de Edrid, todos podían ser tal como eran, sin las mascaras de la sociedad, ni las convenciones del reino. Dentro de la casa todos eran felices, porque eran quienes eran.

Era por eso que Trebor estaba afuera bajo la capa. Porque estando al lado de Edrid, él podía ser quien era, podía ser un magistrado de la provincia del norte, y aparte ser un poeta desenfrenado, podía hacer magia, era verdad, pero también podía hacer que una mujer se sintiera feliz en los desayunos, y hacerla reír mientras cocinaban. Y allí estaba esa mujer, Edrid, recibiendo a todos con una despampanante sonrisa.

Se terminó de acomodar la capa, acababa de llegar un par de amigos muy jocosos. Trebor sintió como la capa se movía al compás de la música que sonaba dentro, recordándole que estaba viva, que era una parte ínfima de la encantadora, era casi atemorizante y halagador saber que ella le había regalado un pedacito de su alma.

La capa la había encantado Edrid, había tomado apenas un par de días en imaginarla, otro par encontrar la pieza de tela correcta y por ultimo, encantarla, que no era más que compartir su vida con otro ser, uno inanimado.

Era en verdad un proceso extraño el de «Encantar». Edrid, había tomado la capa negra, y la había abrazado durante horas, tal como se abraza a un amante que necesitas tener cerca, un amante del que no te quieres despegar. Por ultimo se la puso sobre los hombros, y los contornos de la capa se fueron oscureciendo, la luz no parecía entrar detrás de sus pliegues; La capa, se empezó a mover con vida propia, una vida que la hacía casi invisible, y entonces Trebor comprendió al menos por un instante, la gran habilidad de Edrid, esa habilidad que la había vuelto tan famosa; con sólo caminar hasta la sombra del patio, Edrid desapareció: la capa podía fundirse con las sombras.

Había creado la capa para probar un punto, para dales a entender a todos que encantar la luz era posible. Claro, también iba a servir para jugarles una broma a sus amigos más queridos y en especial a Anna, la chica romántica y fantasiosa, que seguía diciendo que la luz no era encantable. Por eso estaba Trebor afuera, él haría de fantasma, uno que aparecía y desaparecía en las sombras del comedor, asustándolos a todos.

Acababan de llegar los Encantadores Provinciales, señores de la provincia del norte, eran los mismos que le habían dado tantos premios a Edrid por sus magníficos encantamientos. Ellos la habían hecho famosa.

Todos los encantadores tenían algo en lo que sobresalían y Edrid no era la excepción; ella era especialista en imaginar criaturas inteligentes. Su logro más grande había sido imaginar seres capaces de hablar, le había tomado años poder crear un ser lo suficientemente hábil y cuando lo consiguió, este ser le dio un regalo, uno que por añadidura la había hecho pasar a la historia, aquella pequeña criatura consiguió invocar doce kilogramos de oro puro, en una enorme esfera rasgada y golpeada. Ese había sido el regalo del ser parlante, pues, la criatura no era más que un reflejo de algo que habitaba del otro lado, de allí, de donde proviene la magia.

Trebor seguía esperando. Por un instante envidió a los visitantes de la fiesta, todos eran recibidos por Edrid con una enorme sonrisa y sus grandes ojos castaños. Algunos preguntaban por él, y ella, respondía siempre «Esta por allá dentro, ya debe estar comiendo.» Pero no era cierto, ella sabía bien que él estaba allí mirando su vestido negro brillante y sus mejillas sonrojadas, mirando sus piernas largas y disfrutando de su mirada.

En ese momento entro a la casa una Adeline, una jovencita Pelirroja de quince años, que miraba a Edrid con adulación y desde allí se escuchó el cuchicheo de la jovencita.

-¿Y… ya se te declaro? -preguntó la jovencita.

Edrid volteó hacia la ventana de golpe y se sonrojó, lo miró sin verlo en la oscuridad del patio. Él sintió como el corazón se le salía por la boca.

– No digas eso, Adeline.

– No lo sé, creo que esta tardando mucho. – Dijo Adeline, con los puños en las caderas. – deja que hable con él, lo pondré en cintura.

– Entra de una vez, Adeline, por los dioses, entra. – Le respondió Edrid.

Trebor siguió mirando por la ventana, estaba petrificado, ¿ella lo amaba?, ¿Estaba esperando que se declarara? ¿Que le dijera cuánto la amaba? ¿Cuánto sentía por ella, y cuánto necesitaba tenerla cerca para ser feliz?

Trebor se alejó caminando entre los jardines, iluminados por antorchas mágicas que pintaban, de colores diversos, las gardenias blancas, adelante justo al final, estaba la pared de enredaderas; Trebor se apoyó en ella. Con él pecho saltando de miedo, alegría y ansiedad, decidió lo que tenía que hacer se le declararía a Edrid, y después de muchos años de sólo ser amigos, serían ahora algo más. Le diría todo lo que sentía.

Volvió con paso seguro a través del jardín, y cuando estaba ya cerca, escuchó los primeros gritos.

Mujeres y hombres corrían escapando de lo que sea que les perseguía. Dentro de la mansión se había desatado el desastre y cuando Trebor logró acercarse a la ventana, vio las sotanas negras, eran magos Imperiales, decenas de ellos, lanzando lenguas de fuego en columnas de batalla, todo ardía; todo estaba en llamas y Edrid no se veía por ningún lugar. Solo había bultos en el suelo, bultos acuosos y ensangrentados que ya no parecían gente; A Trebor se le encogió corazón con sólo ver las decenas de bultos que ahora adornaban el suelo. Uno de ellos con un vestido negro aun ardía. Ese tenía que ser el traje de Edrid.

Trebor abrió la ventana y pasó por entre los magos que lo confundieron con uno de ellos, el también iba vestido de negro, con la capa en los hombros era uno más en la columna de fuego.

Él enfilo su magia contra la columna de tiradores: Las dos primeras lenguas de fuego derribaron a cuatro de los magos, por un instante los demás sintieron la desquiciada sensación del miedo y la confusión, Trebor volvió a tejer hilos de fuego y mientras avanzaba, la rabia, el odio y las lagrimas se aglomeraban en su pecho, el recuerdo del rostro Edrid que debía ser alguno de los cuerpos en posturas incomodas que tapizaban el suelo, le llenaba de emociones sin retorno, sentimientos que nunca había sentido, sensaciones definitivas que solo parecían saciarse un poco con la muerte de los magos.

El próximo látigo de fuego reventó a otros tres magos, los hombres de sotanas negras notaron que era él quien los atacaba y de inmediato lo señalaron, convirtiéndolo en un nuevo blanco.

Decenas de esferas de ígneas, y largos látigos candentes salieron disparados contra él. Trebor se lanzó al suelo y los magos volvieron a preparar sus hechizos, él aprovechando el momento, escapó rompiendo la ventana de cristal. Detrás el fuego tomaba forma y crecía.

Él corría, corría llorando, mientras detrás, decenas de hombres con las caras prietas gritaban maldiciones, tejían hechizos, le perseguían, le alcanzaban. Trebor se detuvo a mitad de su escape, y hecho una sombra entendió que ya no había por que vivir, “Los matare, los mataré a todos.” –Pensó él. – “Los haré arder”.

Con lágrimas en los ojos y la sonrisa de ella tatuada en la memoria, volvió a tejer fuego en la noche. Sus lenguas de fuego partían de los lugares mas recónditos del jardín, los gritos de los magos empezaron a hacerse sentir. No había nada más que gardenias teñidas de rojo y olor a flores quemadas, Trebor lanzaba lenguas de fuego y esferas ígneas. Lo estaban acorralando y dejo caer los brazos. Había llegado la hora, en el más allá, donde estaba esperándole Edrid, se reunirían otra vez; le contaría que la amaba.

Cuando los magos estaban a unos pocos pasos de él, Trebor la escuchó gritando su nombre, le gritaba a la noche, a la penumbra que se formaba justo donde el fuego del jardín acababa, y allí sin recordar la capa que le ocultaba Trebor le contestó.

-¡Edrid! – gritó él.

Ella giró sin verlo, detrás apareció un mago, uno de los muchos que estaban por todos lados, la derribó y el fuego se hizo entre ellos, entonces uno de los magos la cargó en hombros.

Trebor, se detuvo lleno de miedo, un miedo que había vuelto, pues, si moría no podría volver a verla. Su llanto se detuvo, pero no podía acercarse, los magos le rodeaban sin verle en la oscuridad, sin poder moverse, Trebor miró como separaban de él a la mujer que siempre había amado y nunca había tenido el valor de reclamarle un beso.

Le encontraron al final. Lenguas de fuego le rozaron el rostro y Trebor, resguardado por el poder de las sombras y la protección de la capa. Sin poder hacer más, sintiéndose el hombre más cobarde del imperio saltó la pared de enredaderas. Huyo.

Corrió lejos del bullicio, corrió hasta que las piernas le ardieron. Entro al bosque que estaba cerca de la mansión de Edrid, corrió porque no había nada más que hacer y cayo rendido entre las hojas secas y el barro, allí en la oscuridad, él también era una sombra, una sombra que no tenía pasado ni presente, una sombra llena de lágrimas y vergüenza, que sólo deseaba escapar de la tristeza y el vacío. Ahora era “algo” que lo había perdido todo.

Algunos días después Trebor salió del bosque. De la mansión no quedaban sino ruinas y cenizas. La capa estaba pulcra, negra y viva, una parte de Edrid vivía en la capa, y él comprendió que si la capa estaba viva quizá en algún lugar, ella seguía con algo de vida también. Un fragmento de esperanza iluminó el rostro de Trebor, ahora lleno de carbón, barro y ceniza, suciedad que no limpiaría hasta encontrarla, y de nuevo ver su sonrisa.

(Continuara)

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