El arco

1

Ella

Ella, llevaba tres semanas sin tocar el arco. Tenía las nalgas hinchadas después de la última vez. De igual forma, había sido un tiro hermoso. La flecha dibujó un alto trazo antes de caer con fuerza y dar en el blanco. El perro había lanzado graznido, había muerto.

El arco estaba otra vez sobre la mesa. Era negro lustroso, hermoso en toda norma. Su respiración se aceleró y sin querer humedeció sus labios. Sus manos temblorosas querían volver a tocarlo, volver a sentir sus diez mil flechas lanzadas, su experiencia, su deliciosa fuerza contenida.

Estaba segura que le estaba gritando. Todos los arcos de su abuelo hablaban. Este era diferente, la llamaba a gritos, le suplicaba que lo tensara hasta el punto máximo, donde no puedes estirar más sin romper sus fibras. Aquel no se partiría. Con este, había matado a cientos de animales, a docenas de hombres. Era un arma de verdad.

Lo tomó entre sus manos. Lo hizo con reverencia, levantó la vista en busca de flechas, pero dentro de la cabaña no había más que dos camas y una mesa, envuelto todo entre paredes de piedra. No vió en ningún lugar el cayac con las flechas. La puerta estaba entre abierta, se asomaba desde afuera un hilo de luz que prometía un día alegre. Para ella ya lo era. Sería el día perfecto mientras sintiera aquella arma negra entre sus dedos.

Abrió la puerta con lentitud. Afuera, su abuelo cavaba bajo un techo vegetal que iluminaba el ambiente como una red de rayos brillantes, el bosque se veía hermoso esa mañana. Sin embargo, su abuelo, paleaba adentrandose un poco más en ese hueco que no debería ser tan grande. Había tardado mucho en enterrar a esa cosa, que ya no parecía un perro, ahora era una cosa: peluda, negra y babosa, podrida y corrupta. El viejo estaba bañado en sudor y su franela blanca, ahora transparente, se le pegaba al cuerpo huesudo, mientras sacaba montones de barro dando forma a la nueva tumba.

Casi sin querer vio las flechas. Estaban colgadas en un árbol detrás del abuelo. Aunque el viejo era sordo y no importaba cuanto ruido hiciera. Ella no pudo evitar caminar con sigilo. Tomó solo una flecha, estaba fría como el hielo. Sin siquiera esperar comenzó a sudar. Siempre le pasaba lo mismo cuando se reunían, el arco en la derecha y la flecha en la izquierda. Flecha, arco y arquero, se reconocían siempre.

Se alejó a zancadas con el corazón palpitando y mordiéndose los labios, con una gota de sudor  bajando por su espalda haciéndole cosquillas. Silenciosa como un ciervo, se alejó lo más que pudo. Ya la pala contra el suelo no se escuchaba y el lomo blanco del viejo era casi indistinguible; solo el reflejo de la pala se veía cuando la levantaba de lado.

Aun le dolían las nalgas. El día que mató al perro, su abuelo le había golpeado. Él sentado en la mecedora y ella, sobre sus rodillas, con las nalgas blancas al aire y la cara enrojecida, había vivido cada palmada con un apretón de dientes, mientras que el viejo volvía a levantar el brazo, para estrellarlo otra vez contra sus nalgas y piernas.

Una, otra, y luego otra, hasta que los dedos le temblaban y las piernas no respondían, hasta que las lágrimas dejaron de tener sabor y por ultimo pararon de salir. No era que el viejo hubiera perdido ímpetu, la golpeó con la misma fuerza desde la primera a la última. Entendió por qué el arco lo prefería, y eso la prendió como hoguera. La excitó como su primera vez. Era el control, destreza que probaba que  aquella no era cualquier mano, era la mano del amo.

Con el arco y flecha todo se magnificaba, podía sentir el viento arrastrar el aroma a pino, a tierra, a madera vieja y mohosa. Olía delicioso. Encajo la flecha en el hilo y se excitó otra vez. El arco se había callado y el viento que a veces lograba traspasar el techo de hojas, como si estuviera vivo le revolvió los cabellos largos.  Ella sonrió. Tenía el viento de frente, aspiro todos los aromas. El arco inició su canto, uno  alto y sonoro, como estruendo de cascada. El peso y la calidez de la empuñadura le dejaron anonadada, era magnifico sentir la flecha queriendo flotar, queriendo volar, queriendo matar.

Estiró el hilo y comprobó que la fuerza de aquel arco era gigante, así que lo levantó más y siguió halando, hasta que sus manos ya no pudieron. No había más felicidad que medir el viento y la tensión de la cuerda, detallar la curvatura de la madera  y la alineación con el blanco. Un blanco que paleaba, si, paleaba distraído mientras silbaba una tonada triste.

Soltó hilo y en el momento último el arco tembló. Ella siguió la flecha, la vio levantarse por sobre los árboles, perdiéndose de vista para bajar de golpe,  como una línea de viento que rompe el silencio con un silbido y acaba cayendo con fuerza, sin lastima.

El abuelo

Escuchó a lo lejos el silbido de una flecha y simplemente espero. Fue un golpe pastoso. Sonó como cuando se aplasta un masa contra el suelo. Ahora veía la flecha clavada en el cerebro de lo que había sido su perro. Sonrió, “El arco sí que odiaba al perro.  Tiene que ser un odio grande, para querer matarlo dos veces”.

Ella salió corriendo, corría lento, tenía las nalgas rojas y llena de cardenales, “le daré una paliza más tarde. Qué esas vainas me vienen gustando”. pensó el Abuelo.

Le gustaba sentir como se calentaba la piel con los golpes, escucharla gemir como si la estuvieran violando. Era un placer que se había reservado desde siempre. Ahora la pequeña despertaba aquel oscuro deseo.

Se acercó caminando lento. Ella lo había  dejado en el suelo, el arco la había soltado al final, debió darse cuenta de que no era ella quien apuntaba, era la bestia que vivía dentro en madera, que desde dentro señalaba el blanco.

El viejo caminó limpiándose el sudor y se detuvo a un paso del arma. Lo encontró como siempre, cálido y en silencio. Con un solo rose le sintió reír, sonreía mientras se dejaba ver. Allí, donde casi nunca la mano lo acariciaba, había una marca. Una ligera rasgadura de dientes que le habían marcado para siempre.

Imagen de: dzydar

Anochecer – Isaac Asimov.

A continuación les dejo un cuento que es considerados por muchos, como el mejor cuento de todos los tiempos en lo que a Ciencia Ficción se refiere. Les hablo de «Anochecer» de Isaac Asimov. 

Para mi, es una obra maestra y espero como dicen «Algún día escribir así». 

Anochecer.

Anochecer

Aton 77, director de la Universidad de Saro, alargó el labio inferior con actitud desafiante y contempló furioso al joven periodista.

Theremon 762 no lo tomó en cuenta. En los primeros días, cuando su columna era sólo una loca idea que pululaba en la cabeza de un cachorro de reportero, había acabado por especializarse en entrevistas «imposibles». Le había costado magulladuras, ojos morados y huesos rotos; pero, en cambio, le había proporcionado buenas reservas de frialdad y discreción.

De modo que hizo caso omiso de cuanta gesticulación prodigara el otro y esperó pacientemente que cosas peores llegaran. Los astrónomos eran bichos raros y si lo que Aton había llevado a cabo en los últimos dos meses significaba algo, entonces se trataba del bicho más raro del montón.

Aton 77 encontró una voz apropiada y la hizo fluir con la rebuscada, cuidadosa y pedante fraseología (puntal de su fama, entre otras cosas) que nunca abandonaba.

—Señor —dijo—, manifiesta usted una flema insufrible viniéndome con tan impúdica proposición.

El fornido tele-fotógrafo del Observatorio, Beenay 25, se pasó la punta de la lengua por sus labios resecos e intervino.

—Ahora, señor, después de todo…

El director se volvió hacia él y arqueó una blanca ceja.

—No interfiera, Beenay. Ya he hecho bastante trayendo este hombre aquí; creo en sus buenas intenciones pero no toleraré la menor insubordinación.

Theremon decidió que había llegado la hora de abrir la boca.

—Director Aton, si me permitiera comenzar lo que quiero decirle, creo que…

—Pues yo no creo, joven —replicó Aton—, que nada de cuanto pueda decir servirá para mitigar lo que ha ido apareciendo en los dos últimos meses en su columna impresa. Ha llevado usted a cabo una tenaz campaña periodística contra los esfuerzos que yo y mis colegas hemos desplegado para preparar al mundo contra la amenaza que, desgraciadamente, se ha vuelto imposible impedir. Se ha cubierto usted de gloria dirigiendo ataques personales contra la investigación y el personal de este Observatorio con el solo objeto de cubrirnos de ridículo.

Cogió de una mesa un ejemplar del Chronicle de Saro y lo desplegó furiosamente ante Theremon.

—Hasta una persona de su muy conocida impudicia habría dudado antes de venirme con una propuesta que esa misma persona ha estado utilizando como material de gaceta en una columna de periódico.

Aton arrojó el periódico al suelo, se dirigió a la ventana y se quedó allí con las manos unidas en la espalda.

—Puede retirarse —dijo por encima de su hombro. Elevó la mirada y contempló la ubicación de Gamma, el más brillante de los seis soles del planeta. Amarillento, declinaba ya su curso sobre la línea del horizonte, y Aton sabía que nunca más volvería a verlo con ojos tranquilos.

Entonces se volvió.

—No, aguarde, venga aquí —gesticuló perentoriamente—. Le proporcionaré lo que desea.

El periodista no había hecho, empero, el menor gesto que indicara su retirada, y ahora se aproximó lentamente al anciano. Aton señaló al exterior.

—De los seis soles, sólo Beta quedará en el cielo. ¿Puede verlo?

La pregunta era más bien innecesaria. Beta estaba casi en su cenit, con su rojiza luz derivando hacia el naranja, como los brillantes rayos del poniente Gamma. Beta estaba en el afelio. Era pequeño; menor incluso que otras veces en que lo viera Theremon; y por el momento era el indiscutido rey del firmamento de Lagash.

Alfa, el sol de Lagash propiamente dicho, alrededor del cual trazaba su órbita, estaba en los antípodas respecto de sus dos distantes congéneres. El rojo y enano Beta -compañero inmediato de Alfa- estaba solo, cruelmente solo…

La alzada cara de Aton brillaba con rojizo resplandor bajo los rayos solares.

—Dentro de cuatro horas —dijo—, la civilización, tal cual la conocemos, llegará a su fin. Y será así porque, como usted ve, Beta es el único sol en el cielo. —Sonrió con dureza—. ¡Escriba eso! No habrá nadie que pueda leerlo.

—¿Y si transcurren cuatro horas, y luego otras cuatro, y nada ocurre? —preguntó Theremon en voz baja.

—No se preocupe por esas menudencias. Lo que ha de ser, será.

—¡Garantícelo! Y, repito: ¿si nada ocurriera?

En una ráfaga de segundo llegó la voz de Beenay 25.

—Señor, creo que debe usted escucharle.

—Sométalo a votación, director Aton —dijo Theremon.

Hubo una ligera agitación entre los cinco miembros restantes de la plantilla del Observatorio, que hasta el momento habían mantenido una actitud neutral.

—Eso —dijo Aton engreído— no será necesario. —Sacó su reloj de bolsillo—. Desde que su gentil amigo Beenay comenzó a insistir urgentemente en que yo debía escucharle a usted, han transcurrido cinco minutos. Prosiga.

—¡Perfecto! ¿Qué diferencia habría para su reputación si usted se dignara permitirme que yo fuera testigo presencial de lo que haya de suceder? Pues si su predicción es cierta, mi presencia no constituiría molestia alguna, ya que, en ese caso, mi columna jamás sería escrita. Y, por otro lado, si nada ocurre, como usted no esperará sino el ridículo o algo peor, tomaría una sabia medida si dejara previamente el ridículo a cargo de los amigos.

—Cuando dice amigos, ¿se refiere a personas como usted? —preguntó Aton.

—Por supuesto —replicó Theremon, tomando asiento y cruzando las piernas—. Mi columna acaso haya llegado a ser un tanto grosera, pero al menos posee la virtud de introducir una sana duda en la gente. Después de todo, no estamos en el siglo de los Apocalipsis. Como usted sabe, la gente ya no cree en el Libro de las Revelaciones y le fastidia mucho que los científicos vuelvan una y otra vez a machacarnos con que, a fin de cuentas, los Cultistas son los que tienen razón.

—Se equivoca usted, joven —se lanzó Aton—. Aunque los grandes planes que todavía subsisten han tenido su origen en el Culto, nuestros resultados están completamente expurgados de cualquier misticismo que derive de él. Los hechos son los hechos y la llamémosle mitología del Culto está respaldada por unos cuantos. Así lo hemos explicado al pueblo para desvelar de una vez el misterio. Le aseguro que el Culto tiene mayores motivos que ustedes para odiarnos.

—No siento ningún odio hacia usted. Simplemente, intento decirle que el público está hasta las narices. Irritado, ¿entiende?

—Pues que siga irritado —dijo Aton, ladeando la boca con burla.

—Como quiera, pero, ¿qué ocurrirá mañana?

—¡No habrá ningún mañana!

—En caso de que lo haya. Digamos que ese mañana se reduce a lo justo para ver lo que haya de ocurrir. Esa irritación puede convertirse en algo serio. Las cosas se han precipitado en los dos últimos meses. Los inversores afirman no creer que se aproxime el fin del mundo, pero por si las moscas se encierran en sus casas con su dinero. La opinión pública no cree en usted, fíjese, y sin embargo lleva trastornada su vida desde hace meses y aún lo estará otros tantos… hasta estar segura.

»De manera que usted puede darse cuenta de dónde está el meollo. Tan pronto acabe todo, lo interesante será saber qué ocurrirá con usted. Pues afirman que de ningún modo van a permitir que un cantamañanas, con perdón, cito textualmente, les altere la prosperidad nacional con profecías, máxime cuando la profecía incluye al planeta entero. El panorama es bastante negro, señor.

—Muy bien —dijo Aton mirando al columnista—, ¿y qué propone usted para remediar esas consecuencias?

—Algo muy sencillo —contestó el otro—: hacerme cargo de la publicidad del asunto. Manejar las cosas de manera que sólo aflore el lado ridículo. Lo que va a ser un tanto difícil porque he contribuido personalmente, debo admitirlo, a indisponerlo ante esa turba de idiotas ofuscados, pero si consigo que la gente tan sólo se ría de usted, le aseguro que olvidará al cabo su ira. A cambio usted me concederá la historia en exclusiva.

—Señor, nosotros pensamos que el periodista está en lo cierto —intervino Beenay—. Estos dos últimos meses hemos estado considerando las posibilidades de error en nuestra teoría y nuestros cálculos y, en efecto, existe al menos una posibilidad en alguna parte. Pues no debemos descartar esa posibilidad, así sea entre un millón, señor.

Hubo un murmullo de aprobación entre los hombres agrupados alrededor de la mesa, y la expresión de la cara de Aton se aproximó a la del que mastica algo amargo y no puede escupirlo.

—Permanezca aquí si ése es su deseo. Se cuidará, sin embargo, de no estorbarnos mientras cumplimos con nuestras obligaciones. Usted recordará en todo momento que yo estoy al cargo de todas las actividades aquí y, olvidándonos de las opiniones otrora expresadas por usted en su columna, esperaré mayor cooperación y sobre todo mayor respeto…

Sus manos se anudaron de nuevo en su espalda y una mueca de determinación se dibujó en sus facciones mientras hablaba. Hubiera continuado por más tiempo de no ser porque resonó entonces una nueva voz.

—¡Hola, hola, hola! —Era una voz de alto tono que surgía de entre las rollizas mejillas del sonriente recién llegado—. ¿Qué es esta atmósfera tan tétrica? Espero que los ánimos no hayan decaído del todo.

—¿Qué diantre está haciendo aquí, Sheerin? —preguntó displicente el sorprendido Aton—. Debería estar en el Refugio.

Sheerin sonrió y dejó caer su voluminoso cuerpo sobre una silla.

—¡Que reviente el Refugio! El lugar me aburre. Prefiero estar aquí, donde se mascan las grandes cosas. ¿Acaso supone usted que no tengo mi pizca de curiosidad? Quiero ver esas Estrellas de las que siempre han hablado los Cultistas. —Se frotó las manos y añadió en tono más sereno—: Hace frío fuera. El viento le congela la nariz a uno. A la distancia que está Beta no parece proporcionar el menor calor.

—¿Por qué ha cometido esta negligencia, Sheerin? —exclamó Aton con exasperación—. Aquí no tiene nada útil que hacer.

—Y allá tampoco tengo nada útil que hacer —replicó Sheerin mostrando las palmas de las manos con cómica resignación—. Un psicólogo gasta más que gana en el Refugio. Allí se necesitan hombres fuertes y de acción, y mujeres saludables que puedan criar niños. Pero, ¿yo? Tendrían que quitarme cien libras para ser un hombre de acción y no tendría mucho éxito si probara a criar un niño. ¿Por qué, pues, voy a molestarles con una boca más que alimentar? Me siento mejor aquí.

—¿Qué es eso del Refugio, señor? —preguntó Theremon.

Sheerin pareció ver al columnista por vez primera. Hinchó sus amplios carrillos al tiempo que los distendía.

—Y usted, pelirrojo, ¿quién es en este valle de lágrimas?

Aton apretó los labios y luego murmuró hoscamente:

—Es Theremon 762, el periodista. Supongo que habrá oído hablar de él.

Se estrecharon la mano.

—Y, naturalmente —dijo Theremon—, usted es Sheerin 501 de la Universidad de Saro. He oído hablar de usted.

Entonces repitió:

—¿Qué es eso del Refugio, señor?

—Verá —explicó Sheerin—, nos las arreglamos para convencer a unas cuantas personas de que teníamos razón en nuestra… nuestra profecía, de manera que tomaron las medidas oportunas. Se trata mayoritariamente de familiares del personal del Observatorio de la Universidad de Saro, y unos cuantos ajenos. En conjunto, suman unos trescientos, aunque las tres cuartas partes son mujeres y niños.

—Entiendo. Intentan esconderse donde las Tinieblas, y las… las Estrellas no puedan alcanzarlos y donde resistir cuando el mundo se convierta en un caos.

—Es una hipótesis. No será nada fácil. Con toda la humanidad enferma, las grandes ciudades ardiendo, y lo que no podemos ni imaginar, las condiciones de supervivencia se reducirán al mínimo. Con ese objeto hay alimentos, agua, protección y armas en el Refugio…

—Y algo más —intervino Aton—. También nuestros Informes, excepto los que recogen estos últimos momentos. Esas fichas lo serán todo para el siguiente ciclo y eso es lo que debe sobrevivir. El resto puede irse al diablo.

Theremon suspiró largamente y se mantuvo un rato inmóvil en la silla. Los hombres en torno a la mesa habían sacado un tablero de multi-ajedrez y contemplaban una partida a seis. Los movimientos eran realizados con rapidez y en silencio. Todas las miradas parecían concentrarse profundamente en el tablero. Theremon los miró con curiosidad capciosa y luego se levantó para acercarse a Aton, que se mantenía aparte en sigilosa conversación con Sheerin.

—Escuchen —dijo—, vayamos a algún sitio donde no molestemos a los demás. Quiero hacer algunas preguntas.

El anciano astrónomo lo miró cejijunto, pero Sheerin gorjeó alegremente:

—Cómo no. Me hará mucho bien poder hablar. Siempre me consuela. Aton estaba exponiéndome sus ideas sobre la reacción del mundo en caso de que fallara nuestra predicción, y coincido con usted. Leo su columna con bastante regularidad, por cierto, y debo decirle que me agrada su punto de vista.

—Por favor, Sheerin —gruñó Aton.

—¿Eh? Vaya, está bien. Iremos a la sala de al lado. En cualquier caso hay sillas más cómodas.

Las sillas eran más blandas en la habitación de al lado. Había rojas cortinas en las ventanas y una alfombra marrón cubría el suelo. Con el mortecino y rojizo reflejo de Beta, la impresión general le helaba la sangre a uno.

—Vaya —se quejó Theremon—, no sé lo que daría por una decente ración de luz blanca, aunque fuera sólo durante un segundo. Me gustaría que Gamma o Delta estuvieran en el cielo.

—¿Qué es lo que quería preguntar? —inquirió Aton—. Recuerde, por favor, que nuestro tiempo es limitado. En poco más de hora y cuarto comenzarán a ocurrir anomalías; después… ya no habrá tiempo para hablar.

—Bien, empecemos. —Theremon se acomodó en un sillón y cruzó sus manos sobre el pecho—. Su gente se lo toma tan en serio que estoy comenzando a creerle a usted. ¿Podría usted explicarme con claridad en qué consiste el fenómeno?

Aton estalló.

—¿Pretende decir que ha estado todo este tiempo cubriéndonos de ridículo sin saber lo que hemos estado diciendo?

—No se ponga furioso —dijo Theremon—. No es tan malo como usted dice. Sí he captado una idea general sobre lo que ustedes han intentado explicar al ciudadano medio: que el mundo se verá cubierto de Tinieblas dentro de escasas horas y que la humanidad se volverá loca. Lo que yo quiero saber es la parte científica del asunto.

—No lo haga, no lo haga —estalló Sheerin—. Si se lo pregunta a Aton, empezará a remitirle a libros y más libros, le traerá enciclopedias y monografías, tratados, diagramas y toda la pesca. Se lo explicará de cabo a rabo. Por el contrario, si me lo pregunta a mí se lo expondré en el más profano de los lenguajes.

—De acuerdo; se lo pregunto a usted.

—Entonces, tomaré antes un trago. —Sheerin se quedó mirando a Aton.

—¿Agua? —gruñó Aton.

—¡No sea bobo!

—No sea bobo usted. Nada de alcohol ahora. Sería demasiado cómodo emborrachar a mis hombres en estos momentos. No puedo permitirles caer en la tentación.

El psicólogo gruñó para sus adentros. Se volvió hacia Theremon, lo atravesó con la mirada y comenzó.

—Usted sabrá, supongo, que la historia de la civilización de Lagash presenta un carácter cíclico, ¿comprende?, cíclico.

—Lo sé —comentó Theremon con, cautela—; sé, al menos, que ésa es la teoría arqueológica. Pero, ¿ha sido demostrada?

—Más o menos. En este último siglo se ha visto confirmada. El carácter cíclico es (mejor dicho: era) uno de los grandes misterios. Ha habido otras civilizaciones antes de la nuestra, nueve en conjunto, y hay rastros de otras tantas. Alcanzaron un nivel comparable al nuestro y todas, sin excepción, fueron destruidas por el fuego al alcanzar la cúspide de su cultura.

»Y nadie podría decir por qué. Todos los imperios fueron arrasados por el fuego sin dejar tras sí la menor indicación de las causas.

—¿Tuvieron también una Edad de Piedra?

—Probablemente, aunque nada conocemos de ese período, excepto que el hombre de esa edad era un poco más inteligente que los monos. De modo que podemos olvidarlo.

—Entiendo. Prosiga.

—Hubo muchas explicaciones sobre las catástrofes reiteradas, a cada cual más fantástica. Algunos dijeron que se debía a periódicas lluvias de fuego; otros, que Lagash atravesaba un sol cada equis tiempo; y también los hubo que propusieron hipótesis más descabelladas. Pero hay una completamente diferente que ha sido transmitida y conservada a través de los siglos.

—Lo sé. Se refiere usted a ese mito de las «Estrellas» que se encuentra en el Libro de las Revelaciones de los Cultistas.

—¡Exactamente! —exclamó Sheerin con satisfacción—. Los Cultistas dijeron que cada dos mil cincuenta años Lagash penetra en una inmensa zona en la que todos los soles desaparecen, sobreviniendo una total oscuridad en todo el mundo. Entonces, las cosas llamadas Estrellas aparecen, despojan a los hombres de su razón y los convierten en semejantes a brutos, de tal manera que los hombres destruyen la civilización que ellos mismos construyeron. Naturalmente, los Cultistas mezclaron todo esto con un montón de nociones místico-religiosas, pero la idea central puede extraerse.

Hubo una corta pausa en la que Sheerin lanzó, un profundo suspiro.

—Ahora, pasaremos a la Teoría de la Gravitación Universal. —Lo dijo de tal manera que incluso las mayúsculas tuvieron su sonido particular. Y, en aquel momento, Aton se apartó de la ventana, bufó con ostentación y salió airadamente de la sala.

Los otros dos se quedaron mirando su partida.

—¿Qué pasa? —preguntó Theremon.

—Nada de particular —repuso Sheerin—. Dos hombres tenían que haberse presentado hace varias horas y aún no han aparecido. Es un caso que raya la restricción de personal porque todos, excepto los realmente esenciales, están en el Refugio.

—¿Cree usted que han desertado?

—¿Quiénes? ¿Faro y Yimot? Claro que no. Aunque no les convendría no aparecer cuando todo esto empiece. —Se puso en pie de repente y parpadeó—. Por cierto, mientras Aton se encuentra fuera…

Trotó hacia la ventana más cercana, se agachó y de la caja inferior del enmarcado sacó una botella de líquido rojo que brilló sugestivamente cuando la agitó.

—Espero que Aton no sabrá nada de esto —puntualizó mientras volvía a su silla—. No hay más que un vaso. Como invitado de la casa, tiene usted preferencia. Yo tomaré de la botella. —Y escanció un leve y escaso chorrito con sumo cuidado.

Theremon se irguió para protestar, pero Sheerin adoptó una actitud digna.

—Respete a sus mayores, joven.

El periodista se sentó con expresión de angustia en el rostro.

—Sigamos, pues, viejo pícaro.

La nuez de Adán del psicólogo se movió repetidas veces mientras mantenía la botella levantada; luego, con un eructo de satisfacción, comenzó de nuevo.

—Bien, ¿qué sabe usted sobre la ley de la gravitación?

—Nada, excepto que su desarrollo es muy reciente, todavía no lo bastante como para decirse que esté totalmente fundamentada, y que su fórmula es tan difícil que sólo una docena de hombres en Lagash pueden presumir de entenderla.

—¡Venga, hombre! ¡Absurdo, ridículo! ¡Mentira infame! Puedo resumirle la fórmula en una frase. La Ley de Gravitación Universal estipula que existe una fuerza de atracción entre todos los cuerpos del universo, fuerza que, entre dos cuerpos dados, es proporcional al producto de sus masas partido por el cuadrado de sus distancias.

—¿Eso es todo?

—¡Es suficiente! Llevó cuatrocientos años desarrollarla.

—¿Cómo tanto? Tal y como usted lo ha dicho parece bastante simple.

—Porque las grandes leyes no surgen por inspiración divina, sino que hay que pensar e investigar duramente para encontrarlas. Ordinariamente se obtienen tras el trabajo colectivo de muchos siglos de actividad científica. Después que Genovi 41 descubrió que Lagash tenía un movimiento de traslación alrededor del sol Alfa y no al contrario (y esto ocurrió hace cuatrocientos años), los astrónomos se pusieron a trabajar sobre esta base. Los complejos movimientos de los seis soles fueron registrados, analizados y confrontados. Hipótesis tras hipótesis, las conclusiones primarias eran confrontadas con las secundarias, rectificadas, comprobadas las rectificaciones y nuevamente arriesgadas las hipótesis. Fue un trabajo infernal.

Theremon agitó la cabeza y extendió su vaso para que fuera llenado de nuevo. Sheerin se mantuvo incólume, pero luego sirvió unas cuantas gotas a regañadientes.

—Hace veinte años —continuó— se descubrió que la Ley de Gravitación Universal daba cuenta exacta de los movimientos orbitales de los seis soles. Y fue un gran triunfo.

Sheerin se puso en pie y se dirigió a la ventana, siempre con la botella en la mano.

—Y aquí llegamos al quid de la cuestión. En la última década la eclíptica de Lagash respecto de Alfa fue medida de acuerdo con la ley de gravitación y no coincidió con la órbita que se observaba; ni siquiera cuando se me incluyeron todas las perturbaciones debidas a los otros soles. O la ley no servía o allí había algún otro factor desconocido.

Theremon se levantó y se reunió con Sheerin en la ventana, contemplando, más allá de las vertientes cubiertas de bosque, las cúpulas de Saro City que reverberaban sanguinolentamente recortadas contra el horizonte. El periodista sintió que la tensión de lo incierto corroía sus entrañas mientras lanzaba una rápida ojeada a Beta. Brillaba rojizo en su cenit, pero su tono era apagado y malévolo.

—Continúe, señor —dijo suavemente.

—Con los años, los astrónomos especularon con hipótesis cada vez más absurdas… hasta que Aton tuvo la inspiración de buscar alguna fuente en el Culto. El jefe del Culto, Sor 5, le dio acceso a ciertos datos que simplificaron considerablemente el problema. Aton se puso a trabajar en esta nueva dirección.

»¿Podía haber otro cuerpo planetario opaco como el de Lagash? Si así fuera brillaría tan sólo reflejando la luz solar, y si estuviera formado por rocas azulencas, como gran parte de Lagash, entonces, en medio del abismo rojo del cielo, la constante luminosidad de los otros soles lo haría invisible… borrado por completo.

—¡Pero eso es una idea desquiciada! —exclamó Theremon.

—¿Lo cree así? Escuche esto: suponga que ese cuerpo orbita en torno a Lagash y que cuenta con tal masa, órbita y distancia que su atracción coincida con la desviación de la órbita de Lagash según la teoría. ¿Sabe lo que ocurriría?

El periodista negó con la cabeza.

—Pues que alguna que otra vez ese cuerpo se interpondría en el camino de algún sol —dijo Sheerin y apuró lo que quedaba en la botella.

—Sí, supongo que sí —convino Theremon.

—¡Naturalmente que sí! Pero sólo un sol se encuentra en su plano de revolución. —Señaló con el pulgar al diminuto sol que brillaba en lo alto—. ¡Beta! Y se sabe que el eclipse ocurre sólo cuando la disposición de los soles es tal que Beta debe encontrarse solo en su hemisferio y a la máxima distancia. El eclipse, contando la luna siete veces el diámetro aparente de Beta, cubrirá todo Lagash durante algo más de medio día, de manera que ninguna parte del planeta escapará a los efectos. Ese eclipse tiene lugar una vez cada dos mil cincuenta y nueve años.

La cara de Theremon se había convertido en una máscara inexpresivo.

—¿Ésa es la historia?

—Ni más ni menos —respondió el psicólogo–. El principio del eclipse comenzará dentro de tres cuartos de hora. Primero el eclipse, luego la Tiniebla universal y, quizás, esas misteriosas Estrellas… después la locura y el final del ciclo.

»Hemos tenido —añadió tras un rato de meditación— dos meses para convencer a Lagash del peligro, pero al parecer no ha sido tiempo suficiente. Ni dos siglos hubieran bastado. Nuestros informes y archivos han sido escondidos en el Refugio y dentro de poco fotografiaremos el eclipse. El próximo ciclo conocerá así la verdad y la humanidad estará preparada para el eclipse siguiente. Conseguir eso es también parte de la historia que usted deseaba.

Theremon abrió la ventana y un ligero soplo de brisa agitó las cortinas. Se asomó al exterior y el viento desordenó sus cabellos mientras permanecía absorto contemplando el resplandor carmesí del sol. Entonces, como en un arrebato, se volvió.

—¿Está seguro de que las Tinieblas nos volverán locos? ¿A mí también?

Sheerin se sonrió en tanto acariciaba la vacía botella con movimiento inconsciente.

—¿Acaso sabe usted lo que ocurrirá cuando sobrevengan las Tinieblas, jovencito?

El periodista se quedó apoyado en la pared y reflexionó.

—No. Realmente no puedo ni imaginármelo. Pero ya tengo noticia previa de su existencia. Algo como… como… —gesticuló con las manos— como sin luz. Como una caverna.

—¿Ha estado usted alguna vez en una caverna?

—¿En una caverna? ¡Claro que no!

—Lo suponía. Yo lo intenté la semana pasada, solamente para ver qué tal se estaba en la oscuridad. Pero tuve que salir de estampida. Tuve que detenerme cuando ya perdía de vista la entrada y la iluminación se reducía a poder ver apenas la silueta de las paredes. Pero lo que veía en el interior, más al fondo, era la oscuridad completa, la nada. Nunca creí que una persona de mi peso pudiera correr tanto. Ni jamás pensé que se apoderara de mi ser el vacío que aquel lugar me produjo.

—Bueno, si sólo se tratara de eso, imagino que no habría para tanto. Yo no hubiera corrido de haber estado allí.

El psicólogo se le quedó mirando con los ojos contraídos.

—Corre usted mucho, joven. Le desafío a que haga la prueba corriendo las cortinas.

—¿Para qué? —exclamó Theremon con sorpresa—. Si tuviéramos cuatro o cinco soles brillando en este momento, no dudo que deseáramos amortiguar un poco la luz. Está bien así.

—He ahí la cuestión. Corra la cortina, sólo eso; luego venga aquí y siéntese.

—Como quiera. —Theremon cerró la ventana y tiró de la roja cortina, que se deslizó hasta acaparar toda entrada de luz, dejando la sala en una penumbra teñida de rojo crepuscular.

Los pasos de Theremon resonaron huecamente en el silencio mientras caminaba hacia la mesa. De pronto, se detuvo.

—No puedo verlo, señor —murmuró.

—Siga andando —ordenó Sheerin con voz extraña.

—Pero es que no puedo verlo, señor —El periodista comenzó a respirar agitadamente—. No puedo ver nada.

—¿Y qué otra cosa esperaba? —dijo la voz sin visible procedencia— ¡Siga y siéntese!

Los pasos volvieron a sonar, vacilantes, aproximándose lentamente. Luego, se escuchó el ruido de un cuerpo que caía sobre un sillón. La voz de Theremon se deslizó débilmente:

—Ya estoy aquí. Me siento… muy… perfectamente.

—¿Le gusta?

—No… nada. Es más bien horrible. Las paredes parecen… —Se detuvo—. Parece como si se estuvieran acercando. Espero de un momento a otro que se ciernan sobre mí y yo tenga que verme obligado a empujarlas. Pero… ¡no me he vuelto loco! De hecho, creo que no es tanto como esperaba.

—Perfecto. Vuelva a correr las cortinas.

Hubo un ruido de pasos precipitados, la silueta del cuerpo de Theremon destacándose contra la cortina. Luego, el alivio de las cortinas deslizándose, provocando un leve pero feliz chirrido de anillas resbalando sobre rieles. La roja luz inundó la sala y Theremon miró fijamente al sol mientras lanzaba un gemido de alegría.

Sheerin se inclinó hacia adelante, esgrimió su índice y dijo:

—Fíjese que ha sido sólo una habitación a oscuras.

—Pero pudimos aguantar —dijo Theremon satisfecho.

—Sí, con una habitación a oscuras sí podríamos. Dígame, ¿estuvo por casualidad en la Exposición Centenaria de Jonglor?

—No, estaba demasiado lejos de donde me encontraba por entonces. Seis mil millas son demasiadas incluso para una exposición.

—Pues yo sí estuve. ¿Recuerda haber oído algo sobre el Túnel del Misterio, que, según decían, superaba todas las marcas en el terreno de la diversión y el entretenimiento?

—Sí, durante los dos primeros meses. ¿Acaso no era tan divertido como dijeron?

—No demasiado. El Túnel del Misterio era, efectivamente, un túnel de una milla de longitud… sin luz. Uno se metía en un pequeño vehículo abierto y se recorría el túnel entero, ¿me entiende?, la oscuridad plena en unos quince minutos. Fue muy celebrado mientras duró.

—¿Celebrado?

—No le quepa duda. El miedo suele fascinar. De ahí que se considere tan gracioso que uno coja a otro por sorpresa gritando ¡Uh!, y sandeces por el estilo. De ahí también que el Túnel del Misterio fuera tan popular. La gente salía asustada, medio muerta de miedo, jadeando, pero alegre porque había pagado por ello.

—Espere un momento, creo que ahora recuerdo… Hubo muertos de verdad, literalmente muertos por miedo. Y corrieron rumores de que iban a cerrar el Túnel a causa de ello.

—¡Quite, quite! —exclamó el Psicólogo—. Sí, hubo dos o tres muertos. Pero eso no fue nada. Se indemnizó a los familiares y el Consejo de Jonglor City se las arregló para que se olvidara el asunto. Después de todo, argumentaron, si los débiles cardíacos quieren meterse en el túnel, es asunto suyo… por otra parte, no volvió a suceder. Se tornaron medidas oportunas y en la entrada fueron instalados servicios médicos a fin de someter a revisión física a todos los parroquianos. Lo que son las cosas, eso hizo que el precio aumentara.

—¿Qué pasó luego?

—Nada de particular pero también algo muy particular. La gente salía del túnel sin ningún cambio aparente, con la única excepción de que se negaba a entrar en los otros edificios; ni palacios, casas, bloques de apartamentos, pensiones, cabañas, chozas, o lo que fuere, ni en ningún otro edificio de la Exposición…

—¿Quiere usted decir —preguntó Theremon, asombrado— que se negaban a abandonar el espacio abierto?

—¿Dónde dormían, entonces?

—En los espacios abiertos.

—Debieron haberles forzado a entrar.

—Debieron, debieron, usted lo ve muy fácil. Lo que no sabe es que a la menor alusión prorrumpían en ataques de histeria que, en el mejor de los casos, acababa llevándoles a romperse la cabeza contra una pared. Si uno era introducido en cualquier lugar cerrado no podía ser abandonado a menos que le fuera suministrada alguna dosis de tranquilizantes o una eficiente camisa de fuerza.

—Sin duda debieron enloquecer.

—Fue exactamente lo que ocurrió. Uno de cada diez que entraron en el túnel se volvió majareta. Los psicólogos fueron llamados y nosotros hicimos lo único que podíamos hacer: cerrar el túnel.

—¿Qué pudo sentir esa gente? —preguntó Theremon.

—Ni más ni menos que lo que usted sintió cuando creyó que las paredes lo estaban ahogando en la oscuridad. Hay un término psicológico que describe el miedo a la ausencia de luz. Nosotros lo llamamos claustrofobia por que la carencia de luz siempre tiene lugar en espacios cerrados. ¿Comprende la similitud?

—¿Y aquella gente del túnel?

—Se trataba de personas cuya estructura mental no podía soportar el miedo a la sensación de ahogo que produce la oscuridad. Quince minutos sin luz es tiempo suficiente. Usted mismo acaba de experimentar algo que se parece al miedo en los escasos dos minutos que ha mantenido la habitación a oscuras.

»Los que enloquecieron en el túnel poseían lo que llamamos «fijación claustrofóbica». Su miedo latente a la oscuridad y a los lugares cerrados se encontraba, digamos, en período de gestación, incubado, y la experiencia que pasaron lo sacó a relucir. Este miedo entró en actividad y casi podemos asegurar que de una manera permanente. He ahí lo que quince minutos de oscuridad pueden conseguir.

Hubo una larga pausa y la frente de Theremon se fue contrayendo lentamente hasta formar un frunce.

—No creo que sea así, no lo creo.

—Querrá decir que no quiere usted creerlo —replicó Sheerin—. Usted tiene miedo de creer. ¡Mire la ventana!

Theremon obedeció y el psicólogo continuó sin interrumpirse.

—Imagínese ahora las Tinieblas… por todas partes. Ninguna luz, nada de luz, ni el menor punto luminoso. Las casas, los árboles, los campos, la tierra, el cielo… todo se ha convertido en una mancha negra, vacía. Excepto las Estrellas que estarán en lo alto, que ni siquiera sabemos cómo son. ¿Puede concebirlo?

—Sí, creo que sí —murmuró Theremon sombríamente.

—¡Miente usted! —golpeó la mesa con él puño violentamente—. ¡No puede concebirlo, no es capaz de hacerlo! Su cerebro no puede forjar semejante panorama, como tampoco puede forjar lo infinito ni lo eterno. Por eso se limita a intentarlo según las especulaciones. Una fracción del pensamiento vive esa realidad mentalmente, sufre sus consecuencias. Pero cuando lo objetivo tiene lugar, el cerebro humano no puede abarcar lo que escapa a su comprensión. ¡Enloquecerá completa y permanentemente! ¡Y no hay la menor opción!

»Y un par de milenios —añadió tristemente— llenos esfuerzo se convertirán en ceniza. Mañana no quedará a sola ciudad indemne en todo Lagash.

—No tiene por qué ser así —replicó Theremon, recuperando parte de su equilibrio mental—. Todavía no entiendo cómo voy a volverme loco por el simple hecho de no ver un sol en el cielo… pero si ocurriera, si todos nos volviéramos locos perdidos, ¿por qué vamos a destruir las ciudades? ¿Cómo podríamos hacerlo?

—Si usted estuviera rodeado de oscuridad —dijo Sheerin con irritación—, ¿qué desearía por, encima de todas las cosas? ¿Qué es lo que cada hombre desearía instintivamente? La luz, maldita sea, ¡la luz!

—¿Y…?

—¿De dónde obtendría entonces la luz?

—Lo ignoro —dijo Theremon con ambigüedad.

—¿Qué es lo único que proporciona luz, aparte del sol?

—¿Cómo quiere que lo sepa?

Se mantenían frente a frente con las caras a pocos centímetros de distancia.

—Condenado papanatas, me deslumbra usted con su brillante inteligencia. ¿Nunca ha visto un incendio forestal? ¿Nunca ha ido al campo y ha encendido fuego para cocinar? Ese fuego sirve para algo más que quemar el combustible culinario o los árboles del bosque. También proporciona luz, y eso lo sabe todo quisque. Y cuando venga la oscuridad todos pedirán luz a gritos, y harán todo lo posible por conseguirla.

—¿Quemarán bosques, entonces?

—Quemarán todo lo que encuentren delante. Sólo desearán luz y sentirán la necesidad de quemar cualquier cosa. Los bosques no están al lado de uno, de modo que echarán mano de lo más cercano. Obtendrán luz… ¡porque todos los núcleos habitados estallarán en ingentes llamas!

Se habían sostenido mutuamente la mirada como si lo que estuvieran discutiendo fuera un asunto personal en el que mostrar fuerza y argumentos. Entonces Theremon se quedó sin habla. Su respiración estaba todavía agitada cuando advirtió el repentino griterío que venía de la sala contigua.

Cuando Sheerin habló, dio la sensación de que se esforzaba por trascender lo que sus palabras decían.

—Creo que estoy oyendo la voz de Yimot. Sin duda él y Faro han regresado. Vayamos a ver lo que ocurre con ellos.

—¡Debemos saberlo! —Murmuró Theremon con esfuerzo. Se levantó lanzando un hondo suspiro de alivio. La tensión se había roto.

La sala estaba alborotada por los miembros de la plantilla del Observatorio, que rodeaban a dos jóvenes con las ropas desordenadas. Aton, abriéndose paso a través del gentío, se encaró agriamente con los recién llegados.

—¿Os dais cuenta que falta menos de media hora para el comienzo del fin? ¿Dónde habéis estado?

Faro 24 se sentó y se restregó las manos. Sus mejillas aparecían enrojecidas por el cambio de temperatura.

—Yimot y yo acabamos de terminar un experimento ideado por nosotros mismos, consistente en provocar una oscuridad artificial y una fingida aparición de las Estrellas, a fin de proporcionar un anticipo sobre el cual la gente pudiera juzgar lo que vendrá.

Hubo un confuso murmullo entre el auditorio y una repentina expresión de curiosidad apareció en la mirada de Aton.

—No se nos había ocurrido esto antes —dijo—. ¿Cómo caísteis en ello?

—Bien —repuso Faro—, la idea se nos ocurrió hace tiempo a Faro y a mí, y hemos estado trabajándola en los ratos libres. Yimot sabía de una casa en la ciudad que una vez fue un museo o algo parecido. El caso es que la compramos y…

—¿De dónde sacasteis el dinero? —interrumpió Aton con precipitación.

—De la cuenta bancaria —saltó Yimot 70— Nos costó sólo dos mil créditos. —Y añadió defensivamente—: Bueno, ¿qué pasa? Mañana, dos mil créditos serán sólo dos mil pedazos de papel. Nada más.

—Claro —asintió Faro—. La compramos y empezamos a pintarla de negro desde el techo hasta el sótano, de manera que se pareciera a la oscuridad todo lo posible. Luego hicimos en el techo diminutos agujeros, que luego teníamos que cubrir con delgadas láminas metálicas por la parte del tejado de la casa. Las láminas debían desplazarse simultáneamente por mediación de un interruptor. Esta parte del trabajo no pudimos llevarla a cabo por nosotros mismos, así que tuvimos que llamar a un carpintero, un electricista y algunos más… el dinero no tenía importancia. La cuestión era que pudiéramos obtener un poco de luz a través de aquellos agujeros en el techo, de modo que dieran el aspecto de un firmamento estrellado.

Durante la pausa que siguió ninguna respiración se atrevió a interrumpir el silencio. Finalmente, dijo Aton:

—No teníais derecho a hacerlo en privado.

—Lo sé, señor —dijo Faro, contrito—, pero, francamente, Yimot y yo pensamos que el experimento podía resultar peligroso. De tener éxito, esperábamos más o menos volvernos medio locos… desde que Sheerin se ha dedicado a insistir sobre esa cuestión. Así que deseábamos correr el riesgo nosotros solos. Naturalmente, si al acabar seguíamos conservando la cordura lo hubiéramos desarrollado en gran escala a fin de propiciar la inmunidad colectiva a sus efectos. Pero las cosas no ocurrieron como esperábamos.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—Al principio nos entrenamos permaneciendo con los ojos cerrados. La Oscuridad es algo asfixiante que le hace sentir a uno que las paredes y el techo se le vienen encima para aplastarlo. El caso es que nos metimos en la habitación y activamos el conmutador. Las láminas metálicas se desplazaron y los agujeros mostraron sus leves manchitas de luz…

—¿Y?

—Pues eso… nada. Eso es lo triste del asunto. Que nada ocurrió. Se trataba solamente de un techo agujereado que no parecía sino un techo agujereado. Lo intentamos una y otra vez (de ahí que hayamos regresado tan tarde), pero sin obtener el menor resultado.

Siguió un profundo silencio de consternación, y todos los ojos se posaron en Sheerin, que, sentado en la mayor inmovilidad, iba a abrir la boca.

Pero Theremon fue el primero en hablar.

—Por supuesto, Sheerin, usted sabía lo que resultaría de esa teoría de los agujeros ideada por usted, ¿no es cierto? —Al hablar resaltaba las palabras.

Sheerin alzó una mano.

—Un momento, un momento. Déjenme pensar un poco. —Cruzó los dedos y luego, cuando la expresión de su mirada reveló que ya nada había que le produjera sorpresa o desconcierto, levantó la cabeza—. Evidentemente…

Pero no pudo acabar. De algún lugar situado por encima de ellos vino un considerable estrépito. Beenay, poniéndose en pie, se lanzó escaleras arriba.

—¡Qué diantre! —exclamó mientras corría.

El resto vino después.

Las cosas ocurrieron con precipitación. Una vez en la cúpula, Beenay se quedó mirando horrorizado las destrozadas placas fotográficas y al hombre que había junto a ellas; entonces, se lanzó furiosamente contra el intruso, echándole las manos al cuello. Hubo un violento forcejeo; entretanto, el resto de los hombres del Observatorio fueron llegando. Antes de darse cuenta, el extraño tenía sobre sí el peso de media docena de hombres terriblemente airados.

Entonces apareció Aton, jadeando pesadamente.

—¡Ponedlo en pie!

Hubo un leve movimiento de resistencia, pero, finalmente, el extraño, con las ropas desordenadas y la cabeza cubierta de magulladuras, fue levantado. Llevaba una corta barba amarilla, según el afectado estilo de los Cultistas.

Beenay no cedió la presa con que sujetaba al intruso.

—¿Por qué lo has hecho? —le gritó salvajemente—. Esas placas…

—No era lo que me interesaba —respondió el Cultista fríamente—. Fue una casualidad.

—Entiendo —dijo Beenay, que no dejaba de mirarlo con fiereza—. Ibas tras las cámaras. El tropiezo con las placas ha sido entonces una coincidencia afortunada para ti, pues. Si has hecho algo a mi cámara o a cualquier otra… te juro que morirás lentamente. Como hay Dios que así ha de ocurrir…

Aton lo sujetó de una manga.

—¡Basta ya! ¡Déjelo!

El joven técnico vaciló y su brazo se resistió todavía unos segundos. Aton lo apartó con un gesto y se encaró con el Cultista.

—Usted es Latimer, ¿no?

El Cultista se inclinó y señaló el símbolo que había sobre su cadera.

—Soy Latimer 25, adjunto de tercera clase a Su Serenidad Sor 5.

—Y usted —añadió Aton enarcando las blancas cejas— vino con Su Serenidad cuando él me visitó la semana pasada, ¿me equivoco?

Latimer se inclinó por segunda vez.

—Y bien, ¿qué es lo que quiere?

—Nada que usted vaya a darme voluntariamente —dijo Latimer.

—Lo envía Sor 5, supongo… ¿o es algo suyo en particular?

—No responderé a esa pregunta.

—¿Han venido con usted otros visitantes?

—Tampoco responderé a ésta.

Aton se le quedó mirando largamente.

—Muy bien, señor. Dígame ahora qué es lo que su maestro desea de mí. Basta ya de coqueteos. Hace tiempo que pagué el favor.

Latimer sonrió levemente, pero nada dijo.

—Le solicité —continuó Aton agriamente— unos datos que sólo el Culto podía suministrarme, y me fueron proporcionados. Gracias nuevamente, señor. A cambio, prometí probar la verdad esencial del credo del Culto.

—No hay necesidad de probarla —replicó orgullosamente el otro—. Está suficientemente probada en el Libro de las Revelaciones.

—Sí para cierta canalla. Pero no pretenda confundir mis conocimientos. Me ofrecí a formular bases científicas de sus creencias. ¡Y lo hice!

Los ojos del Cultista se encogieron con amargura.

—Sí, usted lo hizo. Pero con la sutileza del zorro, pues al mismo tiempo que obtenía una explicación de nuestras creencias, trastornó todo lo que se le puso por delante. Usted convirtió la Oscuridad y las Estrellas en un fenómeno natural y alteró su verdadero significado. Eso fue una blasfemia.

—Si es así, la culpa no es mía. El hecho existe. ¿Qué puedo hacer sino constatarlo?

—Su «hecho» no es más que un fraude y un engaño.

—¿Cómo lo sabe usted? —exclamó Aton irritado.

—¡Lo sé! —dijo el otro con entonación pletórica de fe y seguridad.

El director cambió el color de su faz, Beenay susurró una amenaza. Aton le hizo una señal para que callara.

—¿Qué quiere Sor 5 de nosotros? Imagino que aún debe opinar que es peligroso para las almas el que intentemos advertir al mundo de la amenaza que se avecina. No obtendremos ningún éxito si se empeña en considerarlo de esa manera.

—El atentado ha causado bastantes desperfectos. Hay que detener esa viciosa forma de obtener información mediante diabólicos instrumentos. Obedecemos la voluntad de las Estrellas y sólo lamento que mi torpeza les haya prevenido cuando intentaba desarticular sus infernales ingenios.

—No le habría reportado ningún bien —replicó Aton—. Todos nuestros datos, excepto aquellos que recogeremos por experiencia directa, se encuentran ya a salvo y situados más allá del alcance de cualquier destrucción. —Sonrió con los labios apretados—. Lo que no evita que usted sea considerado por nosotros como un criminal.

Se volvió entonces a los hombres situados tras él.

—Que alguien llame a la policía de Saro City —dijo.

—Condenación, Aton —exclamó Sheerin con disgusto—, ¿qué le ocurre? No hay tiempo para eso. Déjeme que yo me ocupe de él.

—No hay tiempo para hacer el ganso, Sheerin —dijo Aton con fastidio—. Haga el favor, pues, de dejar que yo haga las cosas a mi manera. Usted es aquí un completo extraño, y no debe olvidarlo.

—Explíqueme entonces —dijo Sheerin— por qué tenemos que molestarnos llamando a la policía. El eclipse de Beta comenzará dentro de escasos minutos y tenemos aquí un hombre que está deseando dar su palabra de honor de que no nos causará más problemas.

—No voy a hacer tal cosa —saltó prontamente el Cultista—. Ustedes son libres de hacer cuanto les venga en gana, pero les advierto que si me dejan ir a mi aire me las apañaré para terminar lo que he venido a hacer. Si ésta es la palabra de honor que esperarán de mí, creo que será mejor para todos ustedes llamar a la policía.

—Eres un tunante decidido, ¿eh? —dijo Sheerin con una sonrisa—. Pero voy a explicarte unas cuantas cosas. ¿Ves al muchacho que está junto a la ventana? Es un tipo fuerte, violento, muy hábil con los puños… Y no pertenece al Observatorio, además. Una vez comience el eclipse, no tendrá nada que hacer aquí excepto, en todo caso, hincharse un ojo. Luego estoy yo, demasiado pesado para soltar unos cuantos puñetazos, pero empeñado en la idea, vaya.

—¿Y qué quiere decirme con eso? —preguntó el Cultista inquieto.

—Escucha y te lo diré —fue la respuesta—. Tan pronto comience el eclipse, el señor Theremon y yo te conduciremos a una habitación cerrada que no cuenta más que con una puerta, una fuerte cerradura y ninguna ventana. Permanecerás allí mientras dure.

—Y después —exclamó agitadamente Latimer— no habrá nadie para dejarme salir. Sé tan bien como usted lo que significa la llegada de las Estrellas… lo sé incluso mejor que usted. Ustedes se volverán locos y no querrán liberarme. Asfixia o muerte por inanición, ¿no es eso lo que piensa? Más o menos lo que debía haber esperado de un grupo de científicos. Pero no daré mi palabra, no conseguirán que me esté quieto. Es una cuestión de principios y no discutiremos más el asunto.

Aton parecía turbado. Sus desorbitados ojos mostraban una buena dosis de agitación.

—Pero, Sheerin, encerrándolo…

—¡Por favor, señor! —exclamó Sheerin con impaciencia—. No he pensado ni por un momento ir tan lejos. Latimer ha intentado una jugarreta pero yo no soy psicólogo sólo porque me gusta el sonido de la palabra. —Hizo un guiño al Cultista—. Vamos, hombre, no habrás pensado que iba a exponerte a morir de hambre, ¿verdad? Sólo intentaba algo de menor monta, mi querido Latimer. Fíjate. Si te ponemos bajo llave no verás la Oscuridad ni tampoco las Estrellas. No hace falta estar muy enterado del credo fundamental del Culto para llegar a la conclusión de que permanecer oculto cuando las Estrellas aparezcan significa la pérdida del alma inmortal. Ahora bien, yo creo que tú eres un hombre de bien. Por ello, aceptaré tu palabra de honor de que no nos causarás molestias en cuanto te decidas a ofrecérmela…

Una agitación pareció recorrer el cuerpo de Latimer.

—¡Está bien, tienen ustedes mi palabra de honor! —dijo, y añadió seguidamente con saña—: Pero me consuela saber que todos quedarán condenados por este acto.

Giró sobre sus talones y se dirigió precipitadamente hacia el alto taburete que había junto a la puerta.

—Tome asiento junto a él —dijo Sheerin indicando con la cabeza al columnista—. Sólo como simple formulismo. ¡Eh, Theremon!

Pero el periodista no se movió. Se había quedado pálido hasta la raíz del cabello.

—¡Miren! —Su dedo apuntaba al cielo y su voz era áspera y gutural.

Como obedeciendo una orden, todas las miradas siguieron la dirección del dedo y contemplaron el espectáculo sin respirar.

¡Beta estaba menguando por un lado!

El escaso trozo de oscuridad que ofrecía quizá no fuera mayor que una uña, pero para los aterrorizados observadores aquello que veían significaba el inicio de la maldición.

La observación de los hombres duró un corto segundo, casi tan corto como la confusión que siguió a continuación, que desapareció en cuanto cada uno se entregó a su labor prescrita. No había tiempo para emociones en aquellos momentos. Los hombres se habían transformado exclusivamente en científicos con trabajo que hacer. Hasta el mismo Aton se había evaporado.

—El primer instante de la superposición debe haber ocurrido hace quince minutos —dijo Sheerin—. Un poco pronto, pero no está mal si tenemos en cuenta las dificultades que han acompañado los cálculos. —Miró a su alrededor y se acercó a Theremon, que se había quedado mirando por la ventana.

—Aton está furioso —murmuró—. Se perdió el momento inicial de la superposición con todo el jaleo de Latimer y si ahora se le pone uno delante corre el peligro de ser arrojado por la ventana.

Theremon asintió con la cabeza y se sentó. Sheerin lo miró con sorpresa.

—Por el diablo, oiga —exclamó—. Está usted temblando.

—¿Qué? —Theremon se humedeció los secos labios e intentó sonreír—. No me siento muy bien, ¿qué quiere que haga?

—No irá a perder el control, ¿verdad?

—¡No! —gritó Theremon, indignado—. ¿Acaso tengo otra alternativa? Jamás creí en todo este galimatías… hasta este momento. Deme una opción, dígame qué puedo hacer. Usted ha estado preparándose durante dos meses para este acontecimiento.

—Tiene razón, claro —comentó Sheerin pensativo—. ¡Escuche! ¿Tiene usted familia… padres, esposa, hijos?

Theremon negó con la cabeza.

—Va usted a hablar del Refugio, ¿eh? No tiene que preocuparse por eso. Tengo una hermana, pero está a dos mil millas de aquí. Ni siquiera sé su dirección.

—Bueno, entonces, ¿qué me dice de usted mismo? Puede ir allí, aún hay tiempo; desde que lo dejé queda una plaza libre. Después de todo aquí no es necesario.

—Vaya —dijo Theremon mirando al otro con cansancio—. Usted cree que estoy asustado. Piense lo que quiera, señor. Soy periodista y me ha sido encomendado conseguir un reportaje. Es lo que intento hacer.

Una amplia sonrisa cruzó la cara del psicólogo.

—Entiendo, honor profesional y todo eso.

—Puede llamarlo así. Pero, amigo mío, daría mi brazo derecho por una botella de ese reparador de ánimos que tenía usted antes, aunque fuera la mitad de pequeña. Si algún camarada suyo necesita un trago, ése soy yo.

Entonces saltó. Sheerin estaba dándole codazos.

—¿No oye eso? Escuche.

Theremon siguió el movimiento de la mandíbula del otro y miró al Cultista, que, olvidado de todo cuanto acontecía a su alrededor, contemplaba la ventana con una expresión de poseso, al tiempo que entonaba una casi inaudible salmodia.

—¿Qué dice? —susurró el columnista.

—Está citando el Libro de las Revelaciones, capítulo quinto —replicó Sheerin. Luego, con urgencia—: Aguarde un momento y escuche.

La voz del Cultista se había alzado en una repentina plegaria de fervor.

»Y ocurrió que, por aquellos días, el Sol, Beta, habitó en solitaria vigilia en la mansión celeste por el más largo de los períodos conocidos, mientras cumplía su revolución; tanto duró su recorrido que, en mitad de su revolución, solitario, encogido y frío, cesó de brillar sobre Lagash.

»Y los hombres se reunían en las plazas públicas y en los caminos para comentar y maravillarse de la señal, pues una extraña depresión había ocupado sus almas. Su mente se turbó y su lengua se tornó confusa, pues las almas de los hombres aguardaban la venida de las Estrellas.

»Y en la ciudad de Trigon, Vendret 2 vino y dijo a los hombres de Trigon: «¡Helo ahí, oh pecadores! Hablabais con desdén de los caminos de la virtud, pero ya ha llegado el tiempo de rendir cuentas. Por fin, la Gruta se aproxima para devorar Lagash; y con Lagash, todos sus moradores.»

»Y mientras esto decía, el labio de la Gruta de la Oscuridad sobrepasó el borde de Beta, de modo que todo Lagash quedó sin su luz. Grandes fueron los gritos de los hombres mientras contemplaban la desaparición, y grande también el estremecimiento que desconsoló sus almas.

»Y ocurrió que la Oscuridad de la Gruta cayó sobre Lagash y ya no hubo más luz en toda la superficie de Lagash. Los hombres quedaron como ciegos y nadie podía ver a su vecino aunque sentía su aliento contra su rostro.

»Y en el interior de esta negrura aparecieron las Estrellas en cantidades inmensas, y era tal la belleza y de tal modo encantaba todo lo creado, que hasta las hojas de los árboles entonaron cánticos llenos de admiración.

»Y en aquel momento las almas de los hombres se separaron de sus cuerpos, reduciéndose éstos al estado de las bestias; en verdad, fue como si el mundo se hubiera convertido en una selva; así, por las entiznadas calles de Lagash los hombres prorrumpieron en salvajes gritos.

»Entonces, se extendió desde las Estrellas el Fuego Celestial y, allí donde tocaba, las ciudades de Lagash se convertían en caos de llamas y destrucción; tanto que, de los hombres y las obras de los hombres, nada quedó.

»Desde entonces…«

Hubo una sutil alteración en el tono de Latimer. Sus ojos permanecían ausentes, pero de alguna manera llamó la atención de los otros dos. Fácilmente, sin la menor pausa para tomar aliento, el timbre de su voz cambió y las sílabas se volvieron más líquidas.

Theremon, cogido por sorpresa, lo miró fijamente. Las palabras siguieron luego el tono anterior. Había habido un elusivo cambio en el acento, un débil cambio en la caída de las vocales; pero nada más… quizá ni el mismo Latimer comprendiera lo que había ocurrido.

—Seguramente cambió a alguna lengua de otro ciclo, con toda probabilidad del tradicional ciclo segundo. Era la lengua en la que fue escrito primariamente el Libro dé las Revelaciones.

—No importa. Ya he oído bastante. —Theremon se echó atrás en la silla y se mesó el cabello—. Me siento mucho mejor ahora.

—¿De veras? —Sheerin pareció sorprenderse.

—Se lo explicaré. Me he puesto verdaderamente nervioso hace un rato. Entre su explicación de la gravitación y el comienzo del eclipse he estado al borde de un ataque de nervios. Pero eso —y señaló con el pulgar al gualdibarbado Cultista—, eso es exactamente lo que mi niñera solía contarme. Me he reído de esas cosas durante toda mi vida. No voy a permitir que me asusten ahora.

Suspiró profundamente y continuó con cierta alegría:

—Si voy a seguir contándole lo angelito que soy, mejor será que aparte mi silla de la ventana.

—Sí, pero debería usted hablar mas bajo —comentó Sheerin— Aton acaba de asomar la cabeza por la puerta y le ha lanzado a usted una mirada capaz de asesinarle.

—Había olvidado al viejo —dijo con una mueca. Luego, poniendo en ello el máximo cuidado, apartó la silla de la ventana mientras lanzaba miradas de disgusto por encima del hombro—. Se me acaba de ocurrir que deben haber fabricado alguna clase de inmunidad contra la locura de las Estrellas.

El psicólogo no respondió en seguida. Beta había ya rebasado su cenit y el haz de sanguínea luz que penetraba por la ventana se deslizaba por el suelo hasta el punto de alcanzar casi las piernas de Sheerin. Contempló pensativamente aquel color arcilloso y luego, inclinándose, echó una fugaz mirada al sol.

El mordisco del eclipse se había agrandado hasta alcanzar ahora un tercio de Beta. Se estremeció súbitamente y, cuando pudo serenarse, sus mejillas no conservaban ya el generoso color que otrora prodigaban. Con una sonrisa que era casi una excusa, apartó también su silla.

—En estos momentos, poco más de dos millones personas en Saro City habrán convertido el Culto en religión mayoritaria. —Luego, con ironía—: Por una hora al menos, el Culto gozará de una prosperidad nunca vista. Pero, ¿qué me estaba diciendo?

—Iba a preguntarle cómo se las apañan los Cultistas para transmitir de ciclo en ciclo el manejo del Libro de las Revelaciones, y cómo es que se escribió por primera vez en Lagash. Debe haber alguna especie de inmunidad, pues, si todos se volvían locos, ¿quién pudo haber escrito el libro?

Sheerin se quedó mirando con tristeza al periodista.

—Pues mire, joven, no hay respuesta documentada sobre eso, pero tenemos unos cuantos indicios para suponer qué ocurrió. Hay tres clases de personas que resultan relativamente ilesas. Primero, las que por alguna razón ignota no ven las Estrellas: los que se meten en la cama en aquel momento o los que se emborrachan al comienzo del eclipse. Pero vamos a descartarlos porque no son realmente testigos.

»Luego están los niños menores de seis años, para quienes el mundo es todavía demasiado nuevo y extraño para reparar en las Estrellas o asustarse de la Oscuridad. El fenómeno sería considerado como uno de tantos artículos del catálogo de sorpresas que depara el mundo. ¿No lo cree usted así?

—Imagino que sí —replicó el otro con cierto gesto de duda.

—Por último, están aquellos que poseen una mente demasiado grosera para comprender el hecho, algo así como ancianos y retrasados mentales, que, verdaderamente, quedarían escasamente afectados. Bien, entre la incoherente memoria de los niños y los relatos de los que quedaron a medio enloquecer se formaron posiblemente las bases del Libro de las Revelaciones.

»Claro que, por otra parte, el libro se baso, primeramente, en el testimonio de aquellos que por lo menos tenían alguna cosa que contar, es decir, los niños y los retrasados. Luego, seguramente fue editado y reeditado en el curso de los ciclos.

—¿Supone usted —interrumpió Theremon— que el libro fue transmitido a través de los ciclos de la misma manera que nosotros nos hemos transmitido las bases para teoría de la gravitación universal?

Sheerin hizo una mueca.

—Tal vez, pero el método exacto poco importa ahora, el caso es que lo hicieron. El punto al que quiero llegar es que el libro sólo puede contribuir a confundir más las cosas, por muy basado que esté en hechos auténticos. Por ejemplo, ¿recuerda el experimento con los agujeros en el techo llevado a cabo por Faro y Yimot, el que no funcionó?

—Sí.

—¿Y sabe usted por qué no func…? —Se detuvo y se puso en pie alarmado. Aton se acercaba con el rostro completamente consternado—. ¿Qué ha ocurrido?

Aton se detuvo a su lado y Sheerin pudo sentir la presión de sus dedos sobre su codo.

—¡No tan alto! —La voz de Aton manaba henchida de contenida tortura—. Acabo de hablar con el Refugio por la línea privada.

—¿Están en apuros? —preguntó Sheerin con angustia.

—Ellos, no. —Aton remarcó significativamente el pronombre—. Hace un rato que precintaron la puerta y permanecerán enterrados hasta pasado mañana. Están a salvo. Pero la ciudad, Sheerin… es la ruina. No puede hacerse ni idea… —Comenzó a sufrir dificultades en la vocalización.

—¿Y? —soltó Sheerin con impaciencia—. ¿Qué ocurre con la ciudad? —Luego, con una sospecha—: ¿Cómo se encuentra?

Los ojos de Aton relampaguearon irritados ante la insinuación, pero pronto volvieron al anterior brillo de ansiedad.

—No lo entiendo. Los Cultistas se han puesto en acción. Están convenciendo a la masa para que tome por asalto el Observatorio, prometiendo a cambio la absolución de sus pecados, la salvación, cualquier cosa. ¿Qué haremos, Sheerin?

La cabeza de Sheerin se inclinó y sus ojos se perdieron en una completa y prolongada abstracción. Luego, alzó la mirada y dijo con crispación:

—¿Hacer? ¿Acaso hay algo por hacer? Nada hay que pueda hacerse. ¿Saben esto los hombres?

—¡Claro que no!

—¡Perfecto! Siga sin decirles nada. ¿Cuánto falta?

—Apenas una hora.

—Lo único que podemos hacer es arriesgarnos. Llevará algún tiempo organizar una fuerza considerable y aún más traerlos hasta aquí. Estamos a más de cinco millas de la ciudad…

Se quedó mirando la ventana, por la que se divisaban las cúpulas de los edificios de las afueras; más allá, la borrosa sombra de la ciudad misma, como envuelta por una niebla que inundara el horizonte.

—Llevará tiempo —repitió—. Sigan trabajando y recen por que el eclipse acabe antes.

Beta estaba seccionado por la mitad, mostrando una leve curva que se adentraba en la parte todavía brillante del sol. Era como un gigantesco párpado que fuera adormeciendo el ojo del mundo.

El débil murmullo de la sala se fue convirtiendo en pasto del olvido y su atención vagó por los campos que se divisaban desde la ventana. Los insectos parecían sufrir el terror calladamente. Los objetos iban desvaneciéndose.

Una voz zumbó en su oído y se sobresaltó.

—¿Algo va mal? —preguntó Theremon.

—¿Eh?… No, no. Vuelva a su silla. Aquí estorbamos. —Se retiraron a su esquina aunque el psicólogo permaneció mudo por un tiempo. Con un dedo se palpaba el cuello. Luego, alzó la mirada repentinamente.

—¿Tiene usted dificultades en la respiración?

El periodista abrió los ojos y aspiró repetidas veces.

—No, ¿por qué?

—He estado en la ventana demasiado tiempo. La disminución de la luz ha debido afectarme. Las dificultades respiratorias son el primer síntoma de un ataque de claustrofobia.

Theremon volvió a aspirar nuevamente.

—Bueno, parece que a mí no me ha afectado. Mire, otro compañero.

Beenay había interpuesto su cuerpo entre la luz y la pareja sita en la esquina y Sheerin se dirigió a él con premura.

—Eh, Beenay.

El astrónomo cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y sonrió débilmente.

—¿Qué pensarías si me sentara un rato y habláramos? Mis cámaras están preparadas y no hay nada que hacer hasta el eclipse total. —Hizo una pausa y miró al Cultista, que quince minutos antes había abierto un pequeño libro enfrascándose en su lectura—. ¿Ha dado problemas esa rata?

Sheerin sacudió la cabeza. Sus hombros se contrajeron mientras parecía concentrarse en sus conductos respiratorios.

—¿Tienes dificultades al respirar, Beenay?

Beenay olfateó el aire.

—Creo que no soy yo el que huele mal, Sheerin.

—Creo que es claustrofobia —se excusó Sheerin.

—¡Ah, vamos! A mí me afecta de manera distinta. Me da la sensación de que mis ojos me persiguen. Las cosas comienzan a zumbar… bueno, todo se vuelve confuso. Y frío también.

—Oh, frío, claro que sí. Pero eso no es ninguna ilusión —observó Theremon—. Yo tengo los juanetes como dentro de una nevera.

—Lo que necesitamos es mantener nuestras mentes ocupadas en algo distinto —apuntó Sheerin—. Estaba diciéndole hace un momento, Theremon, por qué el experimento de Faro se convirtió en humo.

—Aún no había comenzado —replicó Theremon. Alzó una rodilla y la sujetó en el aire con las manos cruzadas en torno a ella.

—Bueno, pues comenzaba a decirle que fallaron por tomar el Libro de las Revelaciones al pie de la letra. No hay probablemente ninguna razón para tomar las Estrellas en sentido físico. Debe tratarse, indudablemente, de la necesidad de luz que la mente experimenta al encontrarse en la Oscuridad total. Creo que las Estrellas consisten justamente en esta desesperada ilusión de luz.

—En otras palabras —intervino Theremon—, usted supone que las Estrellas son fruto de la locura y que no tienen ninguna otra causa. Entonces, ¿qué van a fotografiar los hombres de Beenay? ¿Por qué están preparados para fotografiar algo?

—Tal vez para probar que es una ilusión; o para probar lo contrario. Luego…

Pero Beenay había aproximado su silla y vieron en su rostro la expresión de un repentino y exaltado entusiasmo.

—Oiga, me alegra infinito que se ocupen de ese asunto —guiñó los ojos y alzó un dedo—. He estado cavilando sobre esas Estrellas y he llegado a una idea ingeniosa. Claro que no son sino migajas del pensamiento y no me he ocupado del todo en ello, pero pienso que es interesante. ¿No quieren oírlo?

Fingió no estar del todo decidido, pero Sheerin se acomodó en la silla y dijo:

—Adelante, yo te escucho.

—Allá va. Supongamos que hay otros soles en el universo. —Hizo un leve aspaviento—. Quiero decir soles que se encuentran muy alejados y son demasiado pequeños para verlos. Suena como si hubiera estado leyéndolo en algún relato fantástico, ¿eh?

—No necesariamente. Aunque, ¿no queda eliminada esa posibilidad por el hecho de que, según la ley de Gravitación, debieran hacerse evidentes por su fuerza de atracción?

—No, si están muy lejos —replicó Beenay—, verdaderamente lejos, algo así como cuatro años-luz o más. Nunca podríamos detectar sus perturbaciones porque son demasiado pequeñas. Pongamos entonces que hay un montón de soles muy lejanos, una docena o dos.

—Buena idea para un artículo en el suplemento dominical. ¡Dos docenas de soles a ocho años-luz de distancia en el universo! ¡Nada menos! Eso reduciría la relevancia de nuestro mundo —dijo Theremon.

—Es sólo una idea —dijo Beenay con un guiño—, pero usted la ha captado a fondo. Durante un eclipse, esas docenas de soles se volverían visibles porque ya no habría ningún sol real que las ocultara con su más poderosa luz. A la distancia a que se encontrarían aparecerían como muy pequeños, como pequeñas cuentas de marfil. Claro que los Cultistas hablan de millones de Estrellas, pero sin duda es una exageración. No hay lugar en el universo capaz de contener un millón de soles sin tocarse los unos con los otros.

Sheerin había estado escuchando con creciente interés.

—Creo que has acertado en algo, Beenay. Una exageración es exactamente lo que ocurrió en otros tiempos. Como sabes, nuestra mente no puede concebir un número mayor que el cinco; más allá sólo contamos con el concepto «mucho». Una docena podría convertirse perfectamente en un millón. ¡Ha sido una gran idea!

—Aún tengo otra idea también ingeniosa —añadió Beenay—. ¿Has pensado alguna vez lo que sería una gravitación de problema simple si tuvieras un sistema suficientemente simple? Supón que tienes un universo en el que hay sólo un planeta y un único sol. El planeta rotaría en un perfecto eclipse y la naturaleza exacta de la fuerza gravitacional sería tan evidente que sería aceptada como un axioma. Los astrónomos de un mundo tal darían con la gravedad probablemente antes de que inventaran el telescopio. La observación a simple vista sería suficiente.

—Pero, ¿sería un sistema dinámicamente estable? —preguntó Sheerin dudoso.

—¡Claro! Se trataría del caso modelo. Comprobado matemáticamente, aunque son las aplicaciones filosóficas lo que me interesa.

—Es agradable pensar sobre eso —admitió Sheerin— como una abstracción… algo así como el gas perfecto, o el cero absoluto.

—Claro —continuó Beenay—, está el problema de que la vida sería imposible en un planeta así. No habría comida ni luz suficiente, y en su rotación sobre su eje habría media parte de Luz y media de Oscuridad. No puedes esperar que haya vida (que depende fundamentalmente de la luz) ni que se desarrolle en tales condiciones. Aparte…

La silla de Sheerin fue despedida hacia atrás y él se puso repentinamente en pie.

—Aton va a encender luces.

Beenay soltó una exclamación, se volvió para mirar y se quedó con la boca abierta.

Aton permanecía con los brazos llenos de estacas de un pie de longitud y una pulgada de anchura. Miró al trío y se dirigió a Sheerin y Beenay.

—Venga, a trabajar. Usted, Sheerin, venga aquí y ayúdeme.

Sheerin correteó hasta el anciano y una por una fueron colocando las estacas en candeleros metálicos adosados a las paredes.

Adoptando los movimientos del que ejecuta el más sagrado ritual, Sheerin encendió una ancha y tosca cerilla y se la pasó a Aton, que aplicó la llama a la punta de las estacas.

Las llamas vacilaron un rato como si temieran consumir la madera, pero luego, casi repentinamente, se hincharon iluminando la cara de Aton con resplandor amarillo. Retiró la cerilla y un espontáneo y flamígero jolgorio oscureció la ventana.

¡Las estacas estaban coronadas por una ondeante llama de seis pulgadas! La sala se había llenado de resplandor amarillo.

La luz no era poderosa, incluso podía decirse que era más débil que la ya atenuada luz solar. Las cabezas de las estacas ardían con llama temblorosa, provocando sombras bailoteantes. Humeaban como un desafortunado día en la cocina. Pero emitían luz amarilla.

No era de despreciar esta luz después de cuatro horas de un progresivamente mortecino Beta. El mismo Latimer había apartado los ojos de su libro y la contempló admirado.

Sheerin, extendiendo los brazos a la antorcha que tenía más cerca, exclamó para sí mismo extasiado:

—¡Hermoso! ¡Hermoso! Nunca antes me había percatado de cuán maravilloso es el amarillo.

Pero Theremon miró las antorchas con desconfianza. Olisqueó el tufo que producían y comentó:

—¿Qué bichos son ésos?

—Simplemente madera —dijo Sheerin.

—No, no es posible. Si no se está quemando. La llama se limita a arder en la punta, pero no quema la parte restante.

—He ahí lo más bello de todo. Es un mecanismo eficiente de luz artificial. Hemos fabricado unos cuantos centenares, pero la mayor parte fue llevada al Refugio, obviamente. Tome el núcleo de una caña, séquelo y úntelo con grasa animal. Luego, acérquele fuego y la grasa arderá poco a poco. Esas antorchas arderán casi media hora sin parar. Ingenioso, ¿no cree? Fue un trabajo desarrollado por uno de nuestros muchachos en la Universidad de Saro.

Tras la momentánea sensación, la quietud había regresado a la cúpula del Observatorio. Latimer había acercado su silla a una antorcha y continuaba leyendo bajo su luz, moviendo los labios en la monótona invocación de las Estrellas. Beenay había vuelto nuevamente a sus cámaras y Theremon vio la oportunidad de añadir ciertos comentarios a las notas que había escrito para el Chronicle de Saro City.

Pero, al advertir la divertida luz de los ojos de Sheerin, otra cosa vino a desplazar de su mente el propósito de escribir aquellos comentarios. Otra cosa que no era sino que el cielo se había convertido en un horrible vacío púrpura y violeta, como si fuera una gigantesca berenjena.

El aire se había vuelto más denso. El crepúsculo, como un cuerpo palpable, inundaba la sala y el agitado círculo amarillo que coronaba las antorchas dificultaba la contemplación de los colores situados más allá. Luego, pudo apreciarse el crecimiento del humo y del intenso olor que las materias combustionadas producían entre secos chisporroteos; más tarde, los objetos iban adentrándose en las sombras inescrutables, como el blando almohadón de la silla de uno de los hombres que trabajaban en torno a la mesa central o el gesto espontáneo de algún otro que intentaba mantener la compostura en la creciente noche que inundaba la sala.

Fue Theremon el primero en escuchar el extraño ruido. Era más bien una vaga e incoherente impresión de sonido que hubiera resultado imperceptible de no extenderse sobre la cúpula un silencio de muerte.

El periodista se enderezó al tiempo que apartaba su libro de notas. Contuvo la respiración y permaneció alerta; luego, no sin resistencia, caminó entre el solaroscopio y una de las cámaras de Beenay, deteniéndose ante la ventana.

El silencio saltó hecho pedazos nada más articular una palabra:

—¡Sheerin!

Todas las ocupaciones cesaron en ese instante. El psicólogo estuvo prontamente a su lado. Aton se les unió. Incluso Yimot 70, sentado en lo alto frente al ocular del gigantesco solaroscopio, detuvo su trabajo y miró hacia abajo.

Fuera, Beta era apenas un rescoldo que lanzaba una última y desesperada mirada sobre Lagash. El horizonte que se delineaba más allá de Saro se había perdido en la Oscuridad, y la carretera que unía la ciudad con el Observatorio era una línea de roja tiniebla bordeada por apenas dibujados árboles que, en la parte boscosa, se habían convertido en incongruente masa negra.

Pero era la carretera lo que había llamado su atención, pues a lo largo de ella tomaba cuerpo otra sombría masa, mucho más amenazante si cabe.

—¡Son los lunáticos organizados por los Cultistas!

—¿Cuánto falta para el eclipse total? —preguntó Sheerin a Aton.

—Quince minutos, pero… estarán aquí en menos de cinco.

—Calma, usted cuide que sus hombres sigan trabajando. Nosotros haremos lo demás. Este lugar está construido como una fortaleza. Aton, échele una ojeada a nuestro joven Cultista. Theremon, venga conmigo.

Sheerin se lanzó hacia la puerta y Theremon se le pegó a los talones. Bajaron las escaleras que giraban en torno a un eje central, descendiendo a una zona poblada de luz incierta.

El primer impulso les había llevado quince pies más abajo, de manera que los débiles resplandores de la habitación inundada de amarillo apenas arrojaron débiles reflejos hasta su total desaparición. Ahora, tanto por arriba como por abajo, estaban rodeados de la misma sombra crepuscular que antes contemplara desde la ventana.

Sheerin se detuvo con una mano comprimiéndose el pecho.

—No puedo… respirar. —Su voz sonaba como una seca tos—. Baje… usted solo… cierre todas las puertas.

Theremon bajó unos cuantos peldaños, luego se giro.

—¡Espere! ¿Puede aguantar un minuto? —Estaba jadeando. El aire entraba y salía de sus pulmones como si fuera melaza y había allí como un pequeño germen del pánico abriéndose camino por entre las Tinieblas y dentro de su propio cerebro.

¡Al fin Theremon tenía miedo de la oscuridad!

—Aguarde, volveré en un segundo. —Acto seguido, se lanzó escaleras arriba, subiendo de dos en dos escalones; penetró en la sala de la cúpula, cogió una antorcha y de nuevo se internó en la escalera. Corría con tal ímpetu que el humo inundó sus ojos dejándolo casi ciego, y llevaba la llama tan pegada al rostro que parecía querer besarla.

Sheerin abrió los ojos cuando comprobó que Theremon estaba a su lado. Este le dio un leve codazo.

—Vamos, ánimo, acabo de conseguir lo que más falta le hacía. Ya tenemos luz.

Sujetó la antorcha en lo alto de su brazo erguido y comenzó a bajar de puntillas, cuidando que el psicólogo se mantuviera en el interior del área iluminada.

Las oficinas de la planta baja, ausentes de toda iluminación, estremecieron de horror a los dos hombres.

—Aquí —dijo bruscamente Theremon y cedió la antorcha a Sheerin—. Puedo oírlos fuera.

Del exterior llegaban ruidos de movimiento y gruñidos sin palabras.

Pero Sheerin tenía razón; el Observatorio estaba construido como una fortaleza. Levantado en el último siglo, cuando el estilo neogavotano había llegado a su punto culminante en arquitectura, había sido diseñado con mayor estabilidad que belleza y más consistencia que elegancia.

Las ventanas estaban protegidas por rejas a base de barras de hierro de una pulgada de grosor, hundidas en el antepecho. Los muros manifestaban sólida albañilería que ni un terremoto podría inmutar. Y la puerta mayor no era sino una mole de roble reforzada con hierro. Theremon corrió los pestillos y los metales resonaron con prolongado chirrido.

Al otro extremo del pasillo, Sheerin maldecía en voz baja. Señaló la cerradura de la puerta trasera que había sido limpiamente forzada con palanqueta y dejada completamente inútil.

—Por aquí debió entrar Latimer —dijo.

—Bueno, no nos quedemos aquí —dijo Theremon con impaciencia—. Arreglemos como sea esa cerradura… y mantenga la antorcha apartada de mis ojos, el humo me está matando. Había arrimado una pesada tabla contra la puerta mientras hablaba y en pocos minutos levantó una poderosa barricada que tenía poco de simetría y belleza.

De algún lugar, amortiguadamente, alcanzaron a oír un ruido de puños contra la puerta; los berridos y chillidos, que ahora podían oírse procedentes del exterior, conferían a la escena un viso de irrealidad.

La gente había salido de Saro City con sólo dos cosas en la cabeza: el logro de la salvación Cultista mediante la destrucción del Observatorio, y un miedo enloquecedor que les obligaba a todo menos a paralizarse. No había tiempo para pensar en vehículos, amas o dirigentes, ni siquiera en organizarse. Tan sólo pensaban en llegar al Observatorio y asaltarlo con las manos desnudas.

Y ahora, cuando por fin estaban allí, el último destello de Beta, el postrer gemido de una agonizante llama, relampagueó triste y pobremente sobre una humanidad a la que abandonaba dejándola sin otra compañía que el miedo al universo.

—¡Volvamos a la cúpula! —exclamó Theremon.

En la cúpula, sólo Yimot, en el solaroscopio, permanecía en su puesto. El resto estaba ahora ocupado con las cámaras y Beenay estaba dando instrucciones con extraña voz.

—No me falléis ninguno. Quiero tomar a Beta justo antes del eclipse total y luego cambiar la placa rápidamente. Tomaréis una cámara cada uno… Ya sabéis cuánto tiempo… de exposición se necesita…

Hubo un susurro de asentimiento.

Beenay se pasó una mano por los ojos.

—¿Arden todas las antorchas? Ya veo que sí —Con cierta dificultad en su postura, parecía apoyarse en el respaldo de la silla—. Ahora, recordad… no intentéis obtener buenas fotografías. No quiero brillanteces como sacar dos estrellas de un solo disparo. Con una hay de sobra. Y… si os sentís mal, apartaos de la cámara.

En la puerta, Sheerin susurró a Theremon:

—Señáleme a Aton. No puedo verlo.

El periodista no pudo responder inmediatamente. Las vagas siluetas de los astrónomos parecían difuminadas en la oscuridad general, pues las antorchas se habían convertido en meros borrones amarillos.

—Está oscuro —murmuró.

Sheerin soltó su mano.

—Aton. —Dio unos pasos—. ¡Aton!

Theremon se movió tras él y lo cogió por el brazo.

—Espere, yo lo conduciré.

Caminó como pudo a través de la sala. Hundió sus ojos en las Tinieblas y su mente en el caos que había en ellas.

Nadie parecía oírlos ni prestarles atención. Sheerin tropezó contra la pared.

—¡Aton! —llamó.

El psicólogo advirtió que unas manos lo rozaban, se detuvo y escuchó una voz:

—¿Es usted, Sheerin?

—¡Aton! —Pareció recuperar el aliento—. No se preocupe por los exaltados. Aguantaremos.

Latimer, el Cultista, se puso en pie y en su rostro pudo verse la desesperación. Pero su palabra había sido dada y romper el juramento hubiera significado poner en peligro mortal su alma. Sin embargo, esa palabra había surgido a la fuerza y no por su libre voluntad. ¡Pronto vendrían las estrellas! No podía permanecer allí inmóvil… y no obstante había dado su palabra.

La cara de Beenay se iluminó lejanamente cuando alzó la vista para contemplar el último rayo de Beta, y Latimer, viéndolo inclinado sobre su cámara, tomó una decisión. Sus uñas se hundieron en la palma de sus manos mientras se ponía cada vez más tenso.

Trastabilló al ponerse en movimiento. Ante él sólo había sombras; el suelo que debía estar bajo sus pies carecía de sustancia. Entonces, alguien surgió bruscamente a su lado y se lanzó sobre él, dirigiendo sus dedos curvados contra su garganta.

Dobló la rodilla y la incrustó en el cuerpo de su asaltante.

—Déjeme levantarme, le mataré.

Theremon apretó los dientes y murmuró mientras hacía presión sobre Latimer:

—¡Rata traidora!

El periodista pareció advertir entonces muchas cosas a un tiempo. Oyó graznar a Beenay ordenando tomar precipitadamente las cámaras; luego, tuvo la extraña sensación de que el último reflejo de luz solar había desaparecido por completo.

Simultáneamente, escuchó una última exclamación de Beenay y un entrecortado grito de Sheerin, histérico chillido que se quebró en un áspero y repentino silencio; extraño, mortecino silencio exterior.

Y Latimer había quedado medio cojo en su frustrado ataque. Theremon miró a los ojos al Cultista y vio el resplandor del blanco que reflejaba el débil amarillo de las antorchas. Vio la burbuja babeante de los labios de Latimer y escuchó que de su garganta surgía un gemido animal.

Dominado por la sedante fascinación del miedo, apartó un brazo y volvió los ojos hacia la oscuridad de la ventana.

¡Más allá brillaban las estrellas!

No las tres mil seiscientas Estrellas inválidas que pueden verse a simple vista en la Tierra; Lagash estaba en el centro de una gigantesca constelación. Treinta mil espléndidos soles derramaban chorros de luz con tal serenidad e indiferencia que parecían más fríos que un helado de viento que atravesara el mundo.

Theremon se puso en pie; su garganta se negaba a dejar pasar el aliento y todos los músculos de su cuerpo permanecían en intenso estado de terror. Se estaba volviendo loco y lo advertía, y alguna parte de sí mismo que aún conservaba un mínimo de cordura luchaba por escapar del abrazo de aquel negro pánico. Era verdaderamente horrible volverse loco y darse cuenta de ello… saber que en apenas un minuto, a pesar de conservar la presencia física, la mente se ha internado en las vastas regiones de la demencia. Pues no otra cosa era la Oscuridad… la Oscuridad y el Frío y la Maldición. Los brillantes muros del universo parecían haber estallado y esparcido sus bloques macizos de luz, dejando escasos huecos negros entre los que se filtraba el vacío.

Tropezó contra alguien que caminaba a gatas y cayó sobre él. Se llevó las manos a la garganta, gateó hacia la llama de las antorchas que ocupaban su loca visión.

—¡Luz! —aulló.

Aton, en algún lugar, estaba gritando, lloriqueando terriblemente como un niño asustado.

—Las Estrellas… todas las Estrellas… nada sabíamos… nunca supimos nada. Pensábamos en seis estrellas para todo el universo pero las Estrellas no podían verse y la Oscuridad eterna eterna eterna y las paredes cayendo sobre nosotros que nada sabíamos nada podíamos saber nada nunca nada…

Sobre el horizonte que podía contemplarse desde la ventana, en la dirección de Saro City, un resplandor aural comenzó a vislumbrarse, tomar consistencia y crecer, estallando en fuertes brillos que, sin embargo, no pertenecían a la salida de ningún sol.

Nuevamente, la noche estaba allí.

Entre encantadores y Magos: Parte II

La Capa.

Trebor miró por la ventana y se lanzó la capa sobre los hombros. Los primeros invitados de la fiesta estaban llegando a la casa, y Edrid les sonreía mientras avanzaban. Eran todos Encantadores, sólo se veía uno que otro mago que disfrutaba de las amenas conversaciones que se presentaban en la casa de Edrid, la Encantadora más famosa de todo el reino.

Él llevaba la capa, era negra y pesada. A decir verdad, con el frio que hacía, no había mejor protector.

Afuera, se podía sentir el aroma de las gardenias blancas que adornaban el exterior de la mansión. Trebor, había escogido uno de los largos ventanales que daba al recibo para espiar a los invitados. Dentro, todo estaba adornado de dorado y blanco, las mesas de caoba y acero pulido estaban ornamentadas con las mismas flores de afuera, los pisos eran de mármol rosa, encantado mágicamente, para brillar tenue por donde se pisara. Venían llegando los invitados.

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El Extraño.

 

Últimamente he estado recopilando información acerca del genero de terror, mi ultima publicación fue mi primer cuento (Oficial) de terror, aun cuando antes había escrito un par que están publicados por aquí en alguna parte.

Y me han sorprendido acerca de ciertos autores y su forma de mirar la vida aun viviendo en épocas tan distantes, H.P. Lovecraft y Edgard Allan Poe, estos señores fueron y seguirán siendo genios fuera del tiempo.

También sé que nunca he puesto cuentos de otros autores en el blog, aun cuando a veces haga una reseña u otra de algún autor. Este caso es especial; pues, le voy a hacer una excepción a este cuento a continuación, es de H.P. Lovecraft, y se titula “El Extraño”.

Espero que lo disfruten.

 

El Extraño:

The outsider, Howard Phillip Lovecraft (1890-1937)

 

luna nueblada

Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron… a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas…, ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Antójeseme que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz, ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia… un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaba a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboléandome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado. No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados. Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad, agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué una fría e inexorable superficie de pulido espejo.

Howard Phillip Lovecraft (1890-1937)

La Mujer del Blues (Tercera Parte)

 

A veces cuando más se intenta más nos alejamos de la meta, y cuando estamos ansiosos por algo, ese algo se separa de nosotros como dando a entender que la paciencia debe ser cultivada.

El amor, es así.

Aquella tarde el viento entraba por la ventana con cara de invierno, estaba bañado de lluvia con  pequeñas espinas de agua, los días habían pasado rápido desde aquella noche en el bar, como una sucesión de claroscuros.

En aquel momento apretó las cuerdas de la guitarra con los dedos hinchados y adoloridos, mientras una nota discordante despegaba de la nada, corcheas invisibles tronaron en sus  los oídos y él arrugó el rostro con el dolor que surgió al mismo tiempo.

El maestro de guitarra seguía diciendo que al final, los dedos se acostumbran, les salen cayos y se endurecen, después ya no duele. La música ya no duele, la vida ya no duele.

– Los músicos pasan por eso siempre que aprenden a tocar algún instrumento. – decía. – pero sus dedos dolían como una tortura de espinas entrando por debajo de las uñas.  Más no dejó de tocar los pocos acordes que conocía, recordó a Alejandra mientras bailaban en el bar, recordó su perfume, aquellos eran sus últimos  días de muchacho y ahora el mundo se movía en una dirección distinta, y en el horizonte, un cielo gris profundo se deslumbraba de fondo, el futuro se avecinaba.

El partía a otra ciudad, como quien zarpa de un puerto después de pasar la noche y a la mañana siguiente avanzaría a un lugar distinto donde el futuro le esperaba con los brazos abiertos. Donde los puertos del destino le esperarían con las amarras en sus muelles y la esperanza llenarían sus velas con fuerzas desconocidas de inspiración y aventura.

Pero allí, con una guitarra insonora apoyada en sus piernas y con sus dedos doloridos, él se dio cuenta de lo que querían decir los poetas con aquella frase “el mejor día vida”, aquellos habían sido los mejores días de su vida, donde la libertad de la juventud lo llevó a manos de una mujer que incendió sus sentidos cual fuego incontrolable.

Aquella tarde cuando se levanto a cenar, comió Corn Flakes  en leche fría, miraba por la ventana, imaginando los ojos brillantes de ella, pero la corriente del viento, era húmeda y fría, totalmente contraria a la mujer del Blues. Tan abrumadora y cálida, debajo, la gente caminaba como si el mundo siguiera girando, como si a nadie le importara lo que sufrían o vivían los demás, como si cada uno fuera un apartado de pensamientos y emociones que no perturbaban en nada a sus semejantes. En ese momento sonó el timbre, como un estruendo ensordecedor en el silencio del apartamento.

Miró por el ojo de la puerta, la figura delgada y sonrojada de Lina, mi mejor amiga apareció de repente.

– Abre de una vez, que me hago. Hernán… sé que me estas viendo. – Lina siempre tenia aquel espíritu extraño y divertido, era de aquellos seres a los que  el mundo le parece un parque de diversiones. Al fin el abrió la puerta y ella le lanzo el paraguas húmedo en la cara y siguió casi corriendo al baño, desde dentro metida en el pequeño cuarto de baño comenzó a hablar. – ¿Cuando te vas? Tenemos que hacerte una despedida.

– ¿No sabias? Me voy mañana temprano.

– Déjame terminar de hacer y salimos a despedirte. – a él siempre le parecían extraños los comentarios de ella, como si hablara con un viejo amigo de escuela. – Hoy va a estar todo el mundo en el bar, así armamos una fiesta. – la voz de ella salía amortiguada por la puerta del baño. – Y mañana te vas a ir todo rascado, a tu mama no lo va a gustar mucho que llegues bebido, pero me hechas la culpa a mi, no importa. – Sonó la cadena del baño. – le dices que te obligue a tomar tequila y … No encuentro el papel higiénico.

– En la gaveta de arriba.

– No esta. – dijo ella con un tono impaciente.

– Entonces en la gaveta sobre el lavamanos.- Hubo un momento de silencio.

– ¿Sabes que molesto es caminar con el culo sucio? Si, ya se que solo son dos pasos, pero una se siente violada. – El no pudo evitar reírse de ella. – No te rías, es que esta vez hice esponjocito. – Volvió a reírse con ganas.

– Por Dios mujer, sal de allí… y lávate bien. – Ella siempre le hacia reír, con sus invenciones extrañas.

– !Ya quede! – dijo ella saliendo del baño casi en un brinco.

– Esponjocito, ¿no?

– Nadie lo dice, pero es incomodo. – dijo torciendo el rostro con una pena fingida. – ¿Nos vamos?

– No tengo ganas de salir.

– Vamos al bar, no seas aburrido a demás pasé por aquí no porque quería, sino porque me estaba haciendo – Dijo ella con aquella mueca de “no me importas ni un poco” pero al final saco la lengua y me guiño un ojo. – A ver si te encuentras con la mujercita esa, ya llevas cinco noches buscándola por todos lados, a ver si esta noche tienes suerte… dígame si te casas y me das sobrinos.

– ah ya cállate.

– Bueno si quieres que me callé vístete y nos vamos, y prometo quedarme calladita. – se agarro las manos detrás de la espalda y se balanceaba entre la punta de los pies y los talones, se mordía el labio inferior con una sonrisa escondida que esperaba repuesta.

– Ya me voy a vestir, pero ni una palabra más – Lina era una mujer hermosa de larga cabellera castaña almendra, que caía en rulos pequeños hasta sus hombros, su cara era algo redondeada pero con las mejillas rojas y siempre presta a la risa. Según ella se había operado los senos, pero no se le notaban muy grandes, solo bien redondeados y pecosos, cosa que armonizaba perfecto con sus caderas pronunciadas. Lina siempre había sido un misterio para todos los de mi clase y mis conocidos, siempre decían que éramos novios, pero desde mi primer año de universidad siquiera se me paso por mente, solo con hablar le había quitado el encanto, a demás Lina solo era ella misma cuando estaba conmigo y eso termino dándole un ambiente de dos viejos amigos conversando de cualquier cosa, sin caer en ningún tema sexual, pero cuando eso pasaba, ella terminaba siempre contando sus intimidades como quien cuenta cuando se cayo por primera vez en la escuela, como si lo  más intimo fuera algo natural y simple, que le pasaba a todo el mundo.

Cuando estuvo vestido, se dio cuenta que se había puesto el mejor par de jeens que tenía, una planchada camisa de lino blanca con detalles en negro y una americana negra con parches que estaban tan a la moda, no tuvo más que verse en el espejo para escuchar el estruendoso silbido de estadio que le propino Lina desde la sala. La mujer silbaba con los dedos apretados con los labios y luego aquella carcajada que tan natural y sentida.

Aquella tarde caminaron los dos por las calles húmedas de la ciudad, las luces se reflejaban en el pavimento como en aquellas películas viejas de misterio, el rugido de la música  del bar se escuchaba desde la esquina y un montón de carros estaban aparcados afuera como esperando su llegada, cuando abrieron la puerta el clima cálido del bar se hizo presente y de pronto como salido del fondo del bar.

– ¡SORPRESA! – gritaron todos, estaban todos en el bar, un gran grupo arrumados en una mesa, el sonido del Jazz Latino que se metía de polizón entre la venas y la algarabía seguía subiendo de tono, abrazos y besos de los amigos de la escuela de ingeniería, los compañeros de la clase de guitarra y todos los conocidos del Gimnasio, además estaba Jonny sentado en una silla, con las mejillas sonrojadas y una mujer madura a su lado.

– Te presento a mi esposa. – dijo al darle la mano. Lo acerco para hablarle al oído. – A veces la mujer del Blues nos encuentra sin buscarlas.

– Un placer. – dijo él  y la mujer le sonrió con alegría.

– Parece que te van a extrañar. – Dijo la esposa de Jonny con picardía. – Espero que te valla de maravilla.

Aquella fue una fiesta magnifica, entre amigos y bailes, entre cantos y bebidas, fotos por todos lados y alguna que otra lagrima caída, Lina lloro mucho aquella noche, justo hasta la llegada de mi amigo Matías, que entre besos y abrazos se olvidaron de mi fiesta y partieron hasta otro día. Un abrazo querendón de la mesonera le agarró por sorpresa.

– Has revivido el Blues, con solo estar aquí unos días, no te olvides de nosotros, pasa por aquí algún día. – Dijo la mujer oronda, con cara de complacida.

Una mujer lo besó en los labios y le dio su bendición, según como a la antigua se hacía, era una mujer vieja  de cara arrugada y torcida, nunca la había visto ni  tampoco la conocía, pero al final de la noche, se despidió con un “Dios te bendiga”.

A la mañana siguiente sin poder dormir ni un poco, despidió su juventud con una fiesta inolvidable, el avión despegó temprano y detrás, un rostro perfilado y hermoso estaba quedando en su pasado, Alejandra esta aun marcada en sus recuerdos, y en un momento de rabia se obligo a no volver a pensarla, como por arte de magia, durmió tranquilo todo el viaje, sin un sueño ni una imagen.

– … Gracias por volar con nosotros. – Le despertó de pronto el saludo de la azafata del avión. – usted ultimo en bajar, parece que no se ha dado cuenta que aterrizamos hace unos minutos. – La azafata lo miraba como quien recuerda un chiste de pronto, debía verse destrozado.

– Muchas gracias, ya me paro. 

Cuando bajo del avión y tomo su maleta, caminó arrastrando los pasos y se miro en el espejo de la puerta de cristal de la salida, tenia unas ojeras enormes, la camisa arrugada y la americana torcida, tomó un respiro hondo, sin duda su mamá lo mataría.

Avanzó lentamente y cruzó la puerta de salida, como quien espera que de pronto alguien le quite la maleta de encima, afuera estaba abarrotado de gente, de autos y carteles, con nombres desconocidos, solo uno llamó su atención, pero lo desecho enseguida, decía “Alejandra” en letras grandes y huyo al cartel de cartón como un insecto le huye al insecticida.

No dio muchos pasos y se reprendió de nuevo estaba pensando en ella otra vez, como quien piensa en un amuleto perdido, solo dio unos pasos más  y se apartó de la salida, sabía que cuando llegara su hermano a buscarlo, lo haría como siempre unos cuantos minutos tardanza, así pasaron los minutos, uno por uno y el cabeceaba aun con el sueño retardado, por un momento cayo dormido y se levanto estando a punto de caer de bruces.

Miro a los lados, ya casi nadie quedaba, solo al otro lado de la puerta de la salida, una mujer hermosa que él había visto en un bar unas siete noches atrás, esperaba sentada sobre una maleta azul con un aburrimiento palpable, su delgada figura se apoyaba increíblemente bella con un codo en la rodilla, con unos jeens desteñidos  y una blusa de tirillas verde lila, su melena no era lisa como la había visto antes, pero nada de eso importaba, sus ojos brillantes miraban el horizonte como perdida, el camino hasta ella con la boca entreabierta y cara sorprendida, ella lo miro de pronto y se puso en pie enseguida, tan recta como un poste tan bella como nunca la encontraría.

– Yo… – empezó él mirándola desde arriba, sin tacones altos de aguja, le llegaba a la barbilla.

– No, yo… – pero la mujer del Blues no termino de hablar sin que se abrazaran de pronto, hay algunos sentimientos que no se sienten enseguida, como un sueño que aparece justo al doblar la esquina, el olor de su perfume entro de pronto a sus pulmones y se llenaron de ella. – ¿Me perdonas?  yo te deje solo ese día.

– No hay que perdonar nada, perdóname tu a mi  por no encontrarte antes, te he soñado mil veces, te he besado otras mil, pero mis sueños acabaron como se acaban los días, hoy me regañe dos veces por pensar en ti y ahora te tengo de nuevo, con tus ojos y tus sonrisas. -  Ambos lloraron y entre lagrimas alegres se abrazaron de nuevo con una fuerza escondida, como si siete días inciertos fueran más tiempo que mil noches con sus días. –  Cuanto te amo, mi preciosa mujer perdida.

Alejandra se hinco sobre las puntas de sus pies y busco sus labios, como si siempre hubieran estado esperándolos, como un par que se encuentra de nuevo y recobran el camino, pero aquel simple contacto de dos pares de labios despertaron en él un amor desconocido, un frenesí poderoso, que los envolvió de improvisto.

Allí estaba su aroma, allí su piel cálida y tersa, allí sus respiraciones armónicas y sus miradas coquetas. Allí estaba de nuevo La mujer del Blues de aquel día, la del solo de guitarra, la de las miradas perdidas, la de las lagrimas largas, la de la melancolía, que extrañas vueltas da Cupido, cuando con su arco atina, preciosas son las notas que resuenan en la lejanía, con dos corazones que aman y se encuentran en compañía.

A veces la vida juega duro y  aprieta lo suficiente, para que las vueltas que vienen queden en los recuerdos, como los que serán “los mejores días”.

– No te marches de nuevo.

– No lo volveré a hacer, te lo prometo mi vida.

 

FIN

La Mujer del Blues, Segunda Parte. (La historia de Jonny El Manco.)


El café tenia aquel sabor fuerte y grumoso, era el peor café que había tomado en su vida, pero no le importó, todo tenia aquel tono apagado que le daban sus lentes oscuros a cada luz de su vida.

Aunque el blues se había marchado, su sonrisa y sus ojos estaban marcados a fuego en sus recuerdos. Su sonrisa de medio lado, sus miradas coquetas, su nariz perfilada y todo acompañado con aquel olor dulzón de algún perfume que nunca olvidaría.

En ese momento recordó su mano sobre su hombro mientras bailaban, el café estaba hiriendo y casi se lo echa encima. Tenía que dejar de pensar en ella, era un fantasma en sus pasos, y cada cosa que veía cada persona que pasaba a su lado tenía algo de ella, los ojos, el cabello, y quizá su escancia.

Una amiga le miro vagando, como un vagabundo bien vestido, como alguien que ha perdido su rumbo en este mundo sin caminos. El la saludo con café en mano y se sentó en el murillo, la plaza estaba desierta como ahora estaba su vida, el viento soplaba y le traspasaba sin él darse cuenta, algunas mujeres eran así, se metían en la vida de uno, sin siquiera pedir permiso.

– ¿Vas hoy al bar de la esquina? – pregunto aquel viejo manco, apoyado en un bastón que no daba para más, Jonny estaba allí, con aquella media sonrisa, a la que le faltaban un par de dientes.

– No creo.

– ¿Porque No? – el viejo se sentó también en el murillo. – dicen que Bruno te pego un tiro afuera del bar, dicen que ella murió ahorcada por ti, dicen mucho y mañana dirán más.

– ¿Y qué importa? – dijo tomando otro sorbo de café.

– Bueno no importa tanto. – Jonny miro el cielo con una cara anhelante con la boca entre abierta, le brillaban los ojos y él le siguió la mirada, el cielo estaba claro, no tenía ni una nube y debía haber sido de azul profundo, pero él lo veía con aquel tono extraño que le daban sus lentes oscuros, se los quito en un momento y se olvido del moretón que le manchaba el rostro, olvido el ojo hinchado y volvió a mirar el cielo. – Que no te importe está bien. – dijo Jonny sin apartar la vista del azul celeste. – Lo que digan los demás, no es problema tuyo, pero chico yo te digo, cuando seas viejo y manco… te arrepentirás.

No pudo evitar apartar la vista del cielo y miro fijo al hombre que estaba sentado a su lado, una extraña ráfaga de viento fresco le pego en el rostro de pronto.

– Una vez hace tiempo, una mujer me arranco del suelo como a ti te paso esa noche. – Jonny estaba hipnotizado con aquel cielo impecable. – Me arrastro hasta los cielos y me lanzo a los infiernos, me dejo herido y tumbado, rogándole a Dios que mi muerte estuviera a la vuelta de la esquina pero, en aquellos días yo también era un muchacho, de esos tontos y pendejos que no reconocen el amor, cuando se le presenta de pronto, casi tan pendejo como tú.

Al principio quiso burlarse de Jonny al verlo así de melancólico, pero sus ojos reflejaban recuerdos viejos que estaban a flor de piel, escucho atento a lo que aquel hombre tan adicto al blues como el mismo tenía que decir. Jonny el manco, continúo hablando.

– La conocí en la calle una mañana de Octubre, una mañana de esas que pasan volando sin que uno se dé cuenta, yo vendía libros en una librería del centro, era temprano aquella mañana y yo limpiaba la vidriera. Nunca olvidare aquella mujer esperando a que abriéramos, nunca pensé que me cambiaria la vida. – el hombre suspiro. – uno nunca se espera eso, pero a veces, cuando una mujer llega así de pronto, uno simplemente queda pegado a ellas como una barajita autoadhesiva. Ese día, empezaba su trabajo como cajera en la librería, esperaba al gerente. Aprendía rápido, era muy inteligente y en un dos por tres, ya usaba la caja registradora como si hubiera nacido con ella. Unos días después, en su primer día de pago, Nos invito a tomarnos un trago, a todos en la librería. Fuimos al bar “No, Black and White” o NBW. – yo no lo conocía. – fuimos todos ese día, ella estaba radiante como siempre, como una sirena recién salida del agua, era de esas mujeres que inspiran mucho más que un suspiro, de esas como la tuya, que se marcan a fuego en la piel, sin siquiera haberlas tocado.

Hernán, termino el café con aquella mirada de entendimiento, era verdad, estaba sellada en mi mente, troquelada como un busto en una moneda. Pero Jonny continúo.

– Cuando entramos, sonaba aquella música melodiosa que no sonaba en la radio, era Jazz sin duda, pero se podía bailar y bailamos, toda la noche bailamos y reímos, jugamos y tomamos hasta bien entrada la noche, recuerdo que de pronto cambio el tono de la banda, por un tono más romántico. Fue allí cuando la bese. No sé qué sentiste tú, pero para mí el mundo mismo se detuvo a apreciar ese beso, como si las estrellas de la noche dejaran de titilar, solo para sentir sus labios suaves en ese momento. – Hernán Sonrió. – si, no suelo contar esto pero, yo sé como te sentiste. Nos fuimos mucho tiempo después y no pienso contar que ocurrió después, pero basta con decir, que fuimos uno aquella noche.

– Tu historia no se parece a la mía.

– Calla y escucha quieres.

– Bien.

– Bien. – Jonny estaba medio exasperado y le lanzo aquella mirada desdeñosa que lanzaba cuando no aguataba a los oyentes de sus cuentos. – Fue al día siguiente cuando no la volví a ver, no fue a la Librería a trabajar, la busque en su casa ya en la tarde, no la vi por ningún lado, me asusto. Y sentí como si el mundo mismo se acababa para mí, esa noche, fui al bar, pensé que quizá la vería allí. – Jonny trago fuerte, y él sintió un nudo en la garganta.

Entonces siguió hablando.

– Cuando entre, no sonaba la guitarra, ni una sola nota de aquel saxo apasionado de la noche anterior, sonaba una armónica, un pequeño niño en la tarima, tocaba casi ido y todos en el bar le veían en silencio, era como un faro que atrae a las polillas. – Un genio. – decían, yo no sabía nada de Blues, cuando entre al bar, aquel pequeño interpreto con sonidos todos mis pesares. Más hable con todos los que pude, casi todos me rehuían, estaban absortos en el niño y yo también lo escuche durante un instante, escuche su música como quien escucha el palpitar de su propio corazón, escuchaba como se caía pedazos, entre las notas alargadas de la armónica. Una chica, me tomo por el brazo y sin mediar palabra, me entrego una nota. Era de ella.

Jonny estaba llorando.

– Decía. – “Me voy a casar mañana, solo fue una noche, pero, quizá quisieras venir a mi boda.” – hasta tenia apuntada la dirección. En aquel momento, me moleste tanto, tanto con ella, que casi rompo la nota, partí de aquel bar, con una furia salvaje y solo tenía un pequeño trozo de papel arrugado en la mano y un par de veces quise romperla, pero no lo hice. – Se iba a casar.

– ¿Qué hiciste?

– Lloré pues, como un idiota lloré, y tomé todo el licor que quedaba en casa… desperté al otro día, casi al medio día con un papel arrugado entre las manos, un tesoro que no había podido dejar ir. Y lo leí, por última vez. Fue allí cuando lo entendí, ella quería que fuera a su boda, ella quería que fuera y la detuviera. Me bañe y vestí tan rápido como pude. Y baje aquellas escaleras de dos en dos.

Cuando Jonny salió a la calle un viento endulzado con algo de esperanza le atravesó el alma y su carrera era contra un tiempo inexistente, corrió tanto que sus pulmones ardían y sus piernas quemaban, al cruzar la esquina una iglesia imponente se elevaba frente a él, blanca e imponente.

Tomó un aliento más, como quien da el ultimo respiro y pidió a dios que aun hubiera tiempo, cruzo la calle como un vendaval y cuando cruzaba un golpe electrizante arraso su cuerpo como si todo el tiempo, todo el esfuerzo, todo… quedara detrás.

Jonny despertó un par de días después, vendado desde el vientre para arriba y con las dos piernas enyesadas, un auto le había pasado por encima. Ella nunca se entero y Jonny, nunca la volvió a ver.

– A veces la vida juega duro.- Dijo Jonny después de un largo silencio. – Cojeó del lado izquierdo desde entonces. Aprendí a tocar la armónica, iba al bar con la esperanza que algún día me escuchara tocar, nunca llegó y yo deje de tocar.

Parecía que toda la plaza estaba haciendo silencio, el viento estaba detenido y algunas nubes habían aparecido de la nada, como dando a entender que el mismo mundo sentía ese pesar, ese nudo en la garganta que sentían los dos en ese momento. Jonny se seco las lágrimas con la manga de la camisa.

– Me arrepiento de no haberla a esperado en la puerta de la iglesia, me arrepiento de haber desperdiciado tanto tiempo, llorando y lamentando mi suerte. – y levantando la cara. – pero, no me arrepiento de haberla besado, no me arrepiento de por una noche, haber sido causante de sus sonrisas, no me arrepiento de haber vivido esos momentos, incluso, no me arrepiento de haberla encontrado en aquella librería. La Amé, más que a nada en el mundo. Y nunca me he quejado de estar manco.

Jonny se puso de pie trabajosamente sin usar el bastón que pendía de su mano izquierda.

– Pero, tú te arrepentirás de no salir corriendo a buscar a tu mujer del Blues.

Hernán, miró como aquel viejo hombre caminaba con aquel paso tumbado y lento, observo como de pronto aquella mujer estaba cada vez más lejos que antes, y espero que Alejandra no se fuera a casar también aquel día. Porque él estaría en el bar, esperando la llegada de su mujer del Blues. Y no la dejaría escapar.

Continuara…

La Mujer del Blues

El último hilo de humo se desprendía de su cigarrillo, lo apago en el cenicero con un ademan aburrido, miraba el fondo de un vaso de whiskey, lo balanceaba con una actitud despreocupada, de fondo, el desgarrador sonido de una guitarra juguetona, interpretaba un blues suave y melancólico.

Era una mujer hermosa sin duda, de larga cabellera negra y delicado rostro. – ¿Quién se podía imaginar, esas cosas que decían de ella? – No creo que nadie le pasara por la cabeza, pero de igual forma como había comenzado la noche, entre notas de un piano que acompañaba a la guitarra, ella había comenzado a tomar otro trago seco de whiskey de la mejor cosecha.

Jonny el Manco seguía contando aquella historia, como si fuera una vieja leyenda urbana, de esas que pasan de en boca en boca, como el mejor chisme del pueblo, cuando escuchaba esas cosas yo torcía el rostro y mostraba una de esas sonrisas sesgadas, que dejan sin palabras al locutor, en mi cabeza, el rostro de aquella mujer debió ser una de esas esculturas mágicas, de esas que devoran a los hombres con la mirada y los hechizan con una sonrisa, más la mujer que meneaba el whiskey, parecía alejada de todos los que estábamos en el bar, como si el guitarrista estuviera tocando solo para ella, y los demás, solo estuviéramos allí para que aquellas notas acompasadas y sentidas, le llegaran en el volumen correcto.

Además Jonny el manco, siempre terminaba su historia con aquella frase tan peculiar, – Yo la he visto, y es una buena chica. – sus labios se curvaron un poco y la mujer levanto el rostro nada más para ver su sonrisa. Y sin saber que decir, sin permitirse pensar, camino hacia ella. – El solo de guitarra que comenzaba, lo acompaño en cada uno de sus pasos. – No pudo decir nada, solo sonrió. Y ella le devolvió una sonrisa divertida y volvió su mirada al fondo del vaso, solo un instante, era coqueta hasta el último cabello, como si lo hubiera estudiado en la escuela.

Como parado en el filo de un cuchillo, uno afilado, él estaba allí, frente a esa mujer.

– Entonces… – empezó ella y sin dejarla terminar.
– Soy Hernán. Un placer. – Ella sonrió de nuevo.
– Alejandra dijo con sus dientes perfectos y unos labios pintados de un tono rojizo que dejaban por sentado caerías a sus pies con solos verlos, y podrías morir si llegabas a besarlos.
– ¿Bailas?
– ¿Esto? – Aun no terminaba el solo de guitarra. Ella se volvió a la banda como si nunca la hubara visto y le devolvió la mirada.
– Si. – Ella sonrió otra vez y él simplemente le ofreció la mano.

Bailaron lento, como dos enamorados, como bailarines que son admirados en medio del salón, los miraban envidiosos, como pilares de piedra que están allí solo para ocupar el espacio, el solo de guitarra se extendió solo un poco más, lo suficiente para sentir el olor dulzón de su cabello y dejar marcado para siempre el sonido de la guitarra retumbando en sus oídos.

El piano también ayudo un poco, en una de las lentas vueltas vio al pianista, un hombre de color, mostrándole una gruesa sonrisa con sus dientes grandes y blancos, mientras batía lentamente la cabeza de un lado para el otro.

Él se sentía en el cielo, como aquel que ya ha alcanzado la gloria, pero era solo la puerta, su cara contra la de ella, sus respiraciones acompasadas y ambas sonrisas despegaron una detrás de la otra, como algo que siempre había estado allí, escondido, como reconociendo que simplemente estaban a un paso de la frontera.

Con un redoble de la batería termino aquel Blues, y un extraño aplauso lento y pausado salió de los presentes. A veces el mundo era malvado, te mostraba la miel pero no dejaba que la tomaras y cuando la tomabas, casi siempre era insuficiente, ella termino de tomar el trago el whiskey aguado que quedaba en el vaso, estaba sudando, brillando bajo la luz mortecina del bar, afuera eran las doce de la noche pero adentro, todo parecía detenido.

– Nos vamos. – dijo ella de pronto, sonrió con una sonrisa escondida, de esas que quitan el aliento. Y muchas cosas pasaron por su mente entonces, pero su mente las lanzo a todas de un lado, La historia de Jonny el Manco, los consejos de sus amigos, y las miradas acusadoras de los presentes. Al diablo con todo, dijo su mente y su corazón le siguió el paso.

– Nos vamos. – repitió él imponente, más no quiso que su voz saliera como la de un desesperado.

El camino era corto, el silencio de la noche solo era roto por sus pasos. La mujer del Blues a su lado, caminaba como un gato, un felino de caminar pausado, la falda negra con ligeros flecos se meneaba hacia los lados. No pudo aguantar más, mientras en su cabeza seguía sonando aquel solo de guitarra con un piano distraído de fondo.

La tomo por la cintura, la mujer lo miro a grandes ojos, él la beso, fue un beso candente, como la nota que se alarga al final de un acorde, sus labios lo eran todo, se despegaron solo un instante minúsculo, una eternidad, pero ella lo tomó del cabello y sus labios volvieron a juntarse, no sabría decir cuánto tiempo se besaron en aquella callejuela del bar, no llevaba la cuenta y un suspiro surgió de la nada. – hasta ahora no sabría decir si fue suyo. – sus ojos brillantes se reflejaron en los de ella. Sus pasos fueron más lentos y sus sonrisas volvieron a pasar por sus labios como un acompañante celoso que no quiere dejar que su pareja se marche.

A veces los sueños acaban de pronto, y como sacado de una nube, el grito grueso de un hombre lo tomó por sorpresa, volteo y un golpe relampagueante se le estrello contra su rostro, cayo contra la pared y quedo tendido en el suelo, quizá había perdido el conocimiento.

Solo vio que la mujer caminaba adelante y el hombretón suplicaba detrás con tristeza, los perdió cuando giraron a en la esquina. Y noto como el mundo volvía, volvía a moverse a su ritmo, al ritmo monótono de la vida.

Intento ponerse de pie, desistió y se quedo tendido en el suelo, al principio no supo porque, y después sonrió, como quien le sonríe a la noche, una noche sin estrellas. Lo extraño, lo más extraño, era que aquel Blues de los Dioses, seguía sonando en su cabeza.

Ojala hubiera sentido ira o rabia contra ella, pero no sentía nada, nada más que una extraña certeza, de que el Blues los había movido, con sus tonos de tristeza, como el tono de la guitarra que jugueteaba en su cabeza, la mujer del Blues habían llegado y partido tras bailar, solo una pieza.